Las cuerdas vocales tiran de ti. No hablas tú:
es el decoro, la costumbre.
Me formulas preguntas cuyas respuestas, en realidad, ya
conoces o no te importan.
El caso es llenar el hueco sonoro del trayecto. Un
acuerdo no escrito entre ambos: yo conduzco y tú me das
conversación.
Siempre son las mismas preguntas, en cada taxi (dos o tres
diarios, tal vez más): “¿Qué tal va la tarde, jefe?”; “Está jodida la cosa con
esto de la crisis, ¿verdad?”; “Vaya frío que hace, ¿no cree?”. Son
preguntas comodín, relajadas siempre porque conoces de antemano las
respuestas.
Si el taxista contesta con un monosílabo, ya sabes
que no le apetece hablar. Si el taxista se alarga con matices, continúas
con tu muestrario de frases hechas, comunes a más no poder, cuidadosamente
asépticas, neutrales.
Dominas un amplio abanico. Tu preferida: “Todos los
políticos son iguales”. Ahí no fallas. Siempre te dan la razón.
Y al bajar del taxi dejarás el habitáculo tan vacío como
antes. No habrás aprendido nada; tampoco el taxista. Absurda forma de
llenar el silencio.
¿Será eso?
Llenar el silencio de ruido. Evitar el silencio para no
pensar. O acaparar la atención del taxista como quien lanza
bengalas en una plaza repleta. O sentirte integrado en el mundo.
Cómodo en el pensamiento único. Uno más, uno de tantos. Sin
voto pero con voz. El rey de los muertos en vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario