Nada debe valorarse más que la vida
humana, de la misma manera que no hay justificación para que un ser humano se
considere superior a otro. Sin embargo, nos encontramos inmersos en un sistema
deshumanizante que otorga valor a las personas por el dinero, posesiones o
logros.
Esto nos crea la necesidad de redescubrir el valor del ser humano.
Tenemos un valor incalculable; no somos el resultado de la evolución, de
un accidente cósmico o una forma de vida biológica elevada que por casualidad
adquirió conciencia. Fuimos creados como seres racionales, con moralidad,
voluntad y discernimiento, únicos sobre la tierra con cuerpo, alma y espíritu,
capaces de obrar para bien. Somos obra de un creador que con sabiduría e
inteligencia nos hizo con un propósito, que no consiste en acumular posesiones
o riqueza, sino en que tengamos como prioridad el cuidado y desarrollo integral
de todo ser humano desde el momento de su concepción, utilizando para ello
todos los recursos disponibles.
La racionalidad y moralidad nos da la capacidad de obrar para el bien,
no solo para sí mismo, sino también para los demás. ¿Qué ha ocurrido entonces
que hemos desvalorizado la vida, perdiendo la sensibilidad ante la necesidad y
el dolor ajeno? Los grandes desafíos que tenemos en nuestro país, como la
desnutrición infantil, carencia de atención en salud primaria y preventiva, el
hambre y la miseria, el analfabetismo, la violencia que produce muerte y dolor
a millares de familias o la desintegración familiar, exigen de cada uno de
nosotros una respuesta concreta, comenzando con los gobernantes, puesto que han
sido puestos en autoridad para servir, para buscar el bien común, no el
beneficio propio.
Con frecuencia argumentamos que somos un país pobre, dependiente y
limitado para enfrentar estos desafíos. Sin embargo, somos un país rico en
recursos y potencial humano, con capacidad de generar oportunidades para el
desarrollo integral de todos sus habitantes. El verdadero problema radica en
que no estamos valorando la vida en la dimensión correcta, nos hemos vuelto
indiferentes ante el drama de nuestros semejantes. Esto se evidencia, por un
lado, en la forma como se administran y distribuyen los recursos públicos
(actos de corrupción o en la priorización de cosas que no buscan satisfacer las
necesidades primarias de la población) y por el otro, en la negativa o evasiva
de cumplir a cabalidad la responsabilidad de pagar impuestos. Tanto lo uno como
lo otro es inmoral y condenable.
La valoración del ser humano es un desafío ético para todos los que
formamos parte de la sociedad. La riqueza y las posesiones son instrumentos que
deben servir para el beneficio de los demás, no para fines egoístas.
Evaluemos nuestro actuar, cumpliendo de manera justa y honesta con el
rol que nos corresponda y en cuanto tengamos la oportunidad y la posibilidad
ayudemos al necesitado, recordando que aquel que sabe hacer el bien y no lo
hace, le cuenta como pecado, porque pudiendo hacer algo por sus semejantes y no
lo hizo, se hace parte del problema, no de la solución
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