¡Prudencia! En situaciones de gran complejidad, cuando las
decisiones a tomar parecen tener un alcance más importante que en tiempos
ordinarios, se suele apelar a la prudencia. Como si se tratara de un
antídoto ante el peligro, al reclamarla uno espera poder templar y redirigir
unos impulsos que sospecha pueden desencadenar más complejidades. La prudencia,
sin embargo, no implica necesariamente ser conservador o timorato ante una
determinada situación. En la tradición clásica griega, la prudencia, junto
con la templanza, la fortaleza y la justicia, forma parte de lo que
podemos llamar las virtudes fundamentales. Todas ellas constituyen un
conjunto de herramientas básicas e imprescindibles para aspirar a una vida
plena.
Aristóteles, pensador por antonomasia para referirse a la
prudencia, la define como la capacidad de descubrir por medio de la
deliberación racional el bien de la acción a emprender. Es decir, es la
habilidad de encontrar por medio de la reflexión que hay de óptimo y qué no en
las acciones que se quieren llevar a cabo. Por tanto, la prudencia es el
esfuerzo lúcido por leer correctamente una situación y encontrar, tras
considerar todas las opciones posibles, aquella acción que ayuda a solventar de
manera satisfactoria el problema.
La prudencia implica saber en qué terreno nos estamos moviendo, entender qué
dinámicas entran en juego en cada momento, desentrañar las posibles
consecuencias de las decisiones planteadas y decidir, entre ellas, cuál se cree
que razonablemente reporta más beneficios. Una conducción prudente, por
ejemplo, es aquella que no se pone en riesgo a sí misma ni amenaza la de los
demás, y es obvio que para ello el exceso de velocidad supone una grave
imprudencia. Asimismo, conducir a una velocidad excesivamente lenta puede ser
igualmente arriesgado. De hecho, el código de circulación establece tanto una
máxima como una mínima.
El relativismo y cierto
utilitarismo que comporta la prudencia queda matizado según Aristóteles cuando
reconocemos el objetivo final que dirige todas nuestras acciones.
La finalidad
última de la decisión, precisa el pensador griego, es la felicidad ('eudaimonia'), de modo que toda
acción busca favorecer explícita o implícitamente su conquista. Una persona
prudente, pues, es aquella que toma decisiones que ayudan a colmar sus anhelos
más profundos de felicidad y que no la pone en peligro de forma temeraria.
Esto que en lo personal tiene una lectura bastante diáfana,
en el campo de la decisión política se
hace menos evidente. Porque es obvio que una opción política se presenta ante
sus conciudadanos como una alternativa ideológica (una determinada idea de
felicidad colectiva, podríamos decir) que se traduce en un proyecto con
consecuencias concretas para el día a día de la ciudadanía. En la mayoría de
las ocasiones, sin embargo, y siempre que hablamos de democracias, esto debe
hacerse en cohabitación con otras concepciones muchas veces contrapuestas a la
propia y en situaciones sociales que la pueden hacer incluso no deseable.
El
arte de la prudencia política implica no
solo ser capaz de leer correctamente la magnitud de la pluralidad ideológica,
sino que además exige al político ser hábil para compatibilizar las
complejidades del contexto con la legitimidad de llevar a cabo
el proyecto político por el que ha sido elegido. En este sentido, imponer
aceleradamente su programa sin prever la realidad de las consecuencias para el
bienestar del conjunto de la ciudadanía puede ser tan imprudente como reducir
hasta a la nada la velocidad con que lo desarrolla. No hay manual de
instrucciones.
La política, como la vida, se hace día a día. Pero nadie
duda que el actual es un momento especialmente exigente para todos sus actores.
Tanto quien gobierne en Catalunya como quien lo haga desde la Moncloa deberá
saber interpretar correctamente el contexto y tramar con sentido prudente los
hilos que mueve. Platón, que fue maestro de Aristóteles, lo
condensa en una metáfora muy apropiada. El arte de la política, dice, es como
el arte de tejer.
Debe hacerse paso a paso, punto a punto. Y todos los pasos
son importantes porque en cualquier momento el tejido puede deshacerse. Si la
prudencia es la virtud por antonomasia que debe regir todas las decisiones, en
política esto es especialmente patente. Las complejidades son mayores, las responsabilidades
más grandes y la creatividad más necesaria.
Y ahora más que nunca. De no ser así, tendremos que darle la razón a Groucho
Marx y resignarnos a reconocer que «la política es el arte de buscar
problemas, hacer un diagnóstico falso y aplicar los remedios equivocados».