“El egoísmo es medir a los otros por nuestros gustos y disgustos,
no por sus necesidades, sino por nuestras preferencias” (A.Orange)
El egoísmo es
otro de los “pecados” capitales, un pecado que igualmente viene de lejos. Según Sófocles, “siempre
se repite la misma historia: cada individuo no piensa más que en sí mismo”. En
parte puede que sea algo incluso genético, vinculado al instinto de
supervivencia, porque no puede negarse que el egoísmo puede resultar a veces
conveniente (Alexis Karrel sostenía
que si estuviésemos completamente desprovistos de egoísmo, seríamos incapaces
de vivir),
y Flaubert lo
elevaba a una de las tres condiciones necesarias para ser feliz (junto con la
estupidez y el estar bien de salud).
Por contra, George
Sand era
de la opinión de que no hay verdadera felicidad en el egoísmo. Tal vez ambos
tenían razón. Lo que es seguro es que la acertaba Jaime Tenorio al concluir que “si
las personas fueran menos egoístas, yo sería más feliz”... Ni que fuera sólo
por eso, vale la pena combatir esta enfermedad del espíritu.
Todos resultamos contagiados por ella en alguna ocasión,
pero cuando el egoísmo se convierte en un rasgo definitorio de la
personalidad, acaba resultando disfuncional socialmente
-sin altruismo y sin cooperación, la sociedad naufragaría- y perjudicial a
nivel personal -la gente rechaza a los egoístas sistemáticos-. Y eso que
sería mucho más razonable practicar un egoísmo cívico e inteligente, del tipo
que animaba Jacinto Benavente:
el egoísmo de procurar que todos estén bien para estar uno mejor. Efectivamente,
es difícil sentirse bien o seguro si los que nos rodean lo pasan mal.
A pesar de esto, demasiado a menudo nos comportamos
egoístamente.
Quizás porque es fácil detectar al egoísta que se esconde detrás
del vecino y no ver la biga en el ojo propio. Jean Cocteau hacía
broma al respecto: “Egoísta es el sujeto que se empeña en hablarte de sí mismo
cuando tú te estás muriendo de ganas por hablarle de ti”. Y algunos confunden
el egoísmo “bien entendido” con la filantropía “bien aplicada” (C.Vigil).
En cualquier caso, el egoísmo puede expresarse de diferentes
maneras. Por ejemplo, a través de los celos. Honoré de Balzac definió
el ser celoso como el colmo del egoísmo, como amor propio en defecto, como la
irritación de una falsa vanidad.
Egoísmo, celos, ingratitud… nos alejan de las personas de
nuestro entorno, y determinan que malgastemos una gran cantidad de energía que
podríamos utilizar en labores más positivas.
Démosles la vuelta, pues.
Aprendamos a agradecer
todo aquello que nos viene dado –que es casi todo-. Dejemos los celos para las
películas y la literatura, cual muestra de una época en que el hombre aún era
un analfabeto emocional.
Y convirtamos el egoísmo en una sana autoestima:
es sólo cuestión de grado.