Tras un desamor, al aterrizar en una nueva ciudad, por
bancarrota.
A la soledad se puede llegar de muchas maneras: al enfermar, con
una depresión, por el fin de una amistad. Y se puede estar solo en medio de la
multitud, ya sea en Nueva York, Londres o Madrid. Se puede estar solo en la
multitud de internet, por mucho que las redes sociales estimulen esa falsa
sensación de cercanía. Ese mirar y ser mirados.
La soledad es un estado de
ánimo en el que vive mucha gente, dice Olivia Laing (Brighton, Reino
Unido, 1977). Porque no es lo mismo ser un solitario –vivir en la soledad– que
sentirse solo.
«La soledad es una experiencia que produce vergüenza, tan
contraria a la supuesta manera de vivir que resulta inadmisible, como un tabú
que, al confesarse, parece destinado a forzar el alejamiento y la huida del
otro».
Estar solo, escribe en «La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de
estar solo» (Capitán Swing, 2017), es como pasar hambre cuando alrededor todo
el mundo se prepara para un banquete.
Y a medida que ese sentimiento de
vergüenza se proyecta, la persona sola se aísla poco a poco. «Duele como duelen
los sentimientos. La soledad avanza y encierra en un abismo a quien la padece».
Laing, ensayista en medios británicos de referencia y autora
de libros tan perspicaces como «El viaje a Echo Spring», en el que se pregunta
por qué beben los escritores, llegó a la soledad después de haberse enamorado
locamente.
Se marchó de Inglaterra a Nueva York para estar con él, pero de
pronto la relación se acabó. Laing se sintió desamparada, y a falta de amor se
aferró a la ciudad. No fue suficiente. Salía a desayunar, caminaba sin rumbo
por las calles de una ciudad excesiva, trabajaba. Pero después volvía a casa:
«Me sentaba en el sofá y miraba el mundo por la ventana». Por la tarde llegaba
lo peor. La autora veía a gente que se reunía para cenar o escuchaba la música
de su vecino mientras se horrorizaba con la idea de que pudieran verla sola,
con la cara iluminada delante de su ordenador.
Como si fuera una mujer de un
cuadro de Edward Hopper, quizá el pintor que mejor retrató la soledad.
En Hopper, y artistas como Hopper, Laing encontró la salida
a esa «sensación irrefutable y omnipresente» de que le faltaba algo.
La vía
para recuperar la entereza no fue conocer a nadie ni enamorarse, sino el arte:
acercarse a las creaciones de solitarios irredentos como Andy Warhol,
David Wojnarowicz o Henry Darger, y a través del contacto con sus obras
asimilar que «la soledad, el anhelo, no significan que uno haya fracasado, sino
sencillamente que uno está vivo». «La ciudad solitaria» es un libro brillante y
evocador, que muestra el recorrido que Laing siguió para comprender su soledad,
resistirla y redimirse de ella.
Al fin y al cabo, Laing no es más que una unidad dentro de
ese 45 por ciento de adultos británicos que reconocen sentirse solos a veces o
con frecuencia. En Estados Unidos la soledad la sufre una cuarta parte de los
adultos.
Como la sufrió Warhol, el artista pop, un acaparador que se rodeaba de
sus creaciones a modo de barreras. «No quiero mezclarme demasiado en la vida de
los demás… No quiero estar demasiado cerca… No me gusta tocar las cosas… Por
eso mi trabajo es tan distinto de mí», dijo Warhol en una entrevista.
Wojnarowicz, autor de la serie fotográfica «Rimbaud en Nueva York», lo
expresaba de otro modo en sus diarios: «De repente me doy cuenta de que voy por
la calle, casi siempre solo, o estoy en casa solo, y poco a poco voy cayendo en
un estado en el que apenas me comunico con nadie, y todo esto es por el deseo
de conservar mi sensación de la vida y de lo que es vivir».
La gente, y no solo los artistas, hace cosas por la
necesidad de contacto, dice Laing; para aliviar su dolor o curarse la
vergüenza: «Hace objetos para desnudarse, examinar sus cicatrices, y también
para resistir la opresión, para crear un espacio en el que pueda desenvolverse
con libertad».
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