jueves, 8 de marzo de 2018

Solitarios En La Multitud


Tras un desamor, al aterrizar en una nueva ciudad, por bancarrota. 

A la soledad se puede llegar de muchas maneras: al enfermar, con una depresión, por el fin de una amistad. Y se puede estar solo en medio de la multitud, ya sea en Nueva York, Londres o Madrid. Se puede estar solo en la multitud de internet, por mucho que las redes sociales estimulen esa falsa sensación de cercanía. Ese mirar y ser mirados. 

La soledad es un estado de ánimo en el que vive mucha gente, dice Olivia Laing (Brighton, Reino Unido, 1977). Porque no es lo mismo ser un solitario –vivir en la soledad– que sentirse solo.

«La soledad es una experiencia que produce vergüenza, tan contraria a la supuesta manera de vivir que resulta inadmisible, como un tabú que, al confesarse, parece destinado a forzar el alejamiento y la huida del otro». 

Estar solo, escribe en «La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo» (Capitán Swing, 2017), es como pasar hambre cuando alrededor todo el mundo se prepara para un banquete. 

Y a medida que ese sentimiento de vergüenza se proyecta, la persona sola se aísla poco a poco. «Duele como duelen los sentimientos. La soledad avanza y encierra en un abismo a quien la padece».

Laing, ensayista en medios británicos de referencia y autora de libros tan perspicaces como «El viaje a Echo Spring», en el que se pregunta por qué beben los escritores, llegó a la soledad después de haberse enamorado locamente. 

Se marchó de Inglaterra a Nueva York para estar con él, pero de pronto la relación se acabó. Laing se sintió desamparada, y a falta de amor se aferró a la ciudad. No fue suficiente. Salía a desayunar, caminaba sin rumbo por las calles de una ciudad excesiva, trabajaba. Pero después volvía a casa: «Me sentaba en el sofá y miraba el mundo por la ventana». Por la tarde llegaba lo peor. La autora veía a gente que se reunía para cenar o escuchaba la música de su vecino mientras se horrorizaba con la idea de que pudieran verla sola, con la cara iluminada delante de su ordenador. 

Como si fuera una mujer de un cuadro de Edward Hopper, quizá el pintor que mejor retrató la soledad.

En Hopper, y artistas como Hopper, Laing encontró la salida a esa «sensación irrefutable y omnipresente» de que le faltaba algo. 

La vía para recuperar la entereza no fue conocer a nadie ni enamorarse, sino el arte: acercarse a las creaciones de solitarios irredentos como Andy Warhol, David Wojnarowicz o Henry Darger, y a través del contacto con sus obras asimilar que «la soledad, el anhelo, no significan que uno haya fracasado, sino sencillamente que uno está vivo». «La ciudad solitaria» es un libro brillante y evocador, que muestra el recorrido que Laing siguió para comprender su soledad, resistirla y redimirse de ella.

Al fin y al cabo, Laing no es más que una unidad dentro de ese 45 por ciento de adultos británicos que reconocen sentirse solos a veces o con frecuencia. En Estados Unidos la soledad la sufre una cuarta parte de los adultos. 

Como la sufrió Warhol, el artista pop, un acaparador que se rodeaba de sus creaciones a modo de barreras. «No quiero mezclarme demasiado en la vida de los demás… No quiero estar demasiado cerca… No me gusta tocar las cosas… Por eso mi trabajo es tan distinto de mí», dijo Warhol en una entrevista.

Wojnarowicz, autor de la serie fotográfica «Rimbaud en Nueva York», lo expresaba de otro modo en sus diarios: «De repente me doy cuenta de que voy por la calle, casi siempre solo, o estoy en casa solo, y poco a poco voy cayendo en un estado en el que apenas me comunico con nadie, y todo esto es por el deseo de conservar mi sensación de la vida y de lo que es vivir».

La gente, y no solo los artistas, hace cosas por la necesidad de contacto, dice Laing; para aliviar su dolor o curarse la vergüenza: «Hace objetos para desnudarse, examinar sus cicatrices, y también para resistir la opresión, para crear un espacio en el que pueda desenvolverse con libertad».


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