Evidencias
científicas muestran la aversión natural del ser humano a dañar –expresada con
el principio universal de no hagas a otros lo que no
querrías que te hicieran a ti– aflora desde dos sistemas cerebrales
íntimamente conectados: uno emocional y otro cognitivo. La faceta racional, más
lenta, ayuda cuando no basta el atajo natural inmediato de los sentimientos,
sino que hay que deliberar y calcular.
Estos pacientes siguen un patrón utilitarista fuera de lo común y
deciden con rapidez matar –empujar a la vía– a una persona para salvar a cinco.
Sin embargo, en un contexto más impersonal, como accionar las agujas, su
conducta es normal. Por esa lesión del cerebro, estas personas carecen de la
guía innata que supone la alarma de la emoción en el juicio moral, aunque el
sistema deliberativo se mantiene.
Los sentimientos desagradables, la
repugnancia a hacer daño que constituye una señal de precaución, les dejan
imperturbables.
Si hay
contradicción entre ambos componentes de la racionalidad humana, ¿cómo se
impone el sistema analítico? El caso del tren resulta de nuevo ilustrativo.
Cuando los dilemas de empujar a alguien o cambiar las agujas se presentan a voluntarios
utilitaristas –entrenados en el cálculo riesgo/beneficio como norma de
conducta– resuelven tanto empujar como cambiar las agujas en el mismo tiempo.
En tales casos usan los dos segundos más necesarios en esta actividad mental
para ajustar racionalmente el coste/ beneficio, y así evitan seguir el atajo
emocional, intuitivo y natural hacia lo correcto.
Los animales nunca
se equivocan acerca de lo que les conviene o no: su instinto sólo les permite
acertar. Sin embargo, a las personas, liberadas del encierro en el automatismo
biológico, se les plantean dilemas y están abiertas a equivocarse al decidir.
Los códigos de
conducta aportan una escala jerárquica de los valores que se consideran
relevantes para calificar algo como bueno o malo.
No están biológicamente
determinados, y por ello difieren en aspectos normativos de unas culturas a
otras. Como regulaciones sociales, humanizan cuando lo legal y lo ético
convergen para premiar lo bueno (ayudar, curar) y penalizar lo malo (matar, no
prestar asistencia en un accidente). Por eso mismo, existe una esquizofrenia
social cuando leyes y ética divergen.
Aun con las
cautelas propias de investigaciones sobre algo tan complejo como la mente
humana, las neurociencias apuntan hoy al modo en que está registrado en el cerebro
el principio natural, y por ello universal, de no hacer a los demás lo que no
quiero para mí. El atajo emocional innato ante dilemas con vidas humanas en
juego supone una predisposición natural al buen hacer.
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