domingo, 18 de marzo de 2018

Hacer El Bien



Evidencias científicas muestran la aversión natural del ser humano a dañar –expresada con el principio universal de no hagas a otros lo que no querrías que te hicieran a ti– aflora desde dos sistemas cerebrales íntimamente conectados: uno emocional y otro cognitivo. La faceta racional, más lenta, ayuda cuando no basta el atajo natural inmediato de los sentimientos, sino que hay que deliberar y calcular.

Reveladoras también las investigaciones del equipo de Antonio Damasio publicadas en Nature. Estudian cómo solucionan dilemas éticos personas con un daño cerebral en la región que conecta lo emotivo y lo analítico. 

Estos pacientes siguen un patrón utilitarista fuera de lo común y deciden con rapidez matar –empujar a la vía– a una persona para salvar a cinco. Sin embargo, en un contexto más impersonal, como accionar las agujas, su conducta es normal. Por esa lesión del cerebro, estas personas carecen de la guía innata que supone la alarma de la emoción en el juicio moral, aunque el sistema deliberativo se mantiene. 

Los sentimientos desagradables, la repugnancia a hacer daño que constituye una señal de precaución, les dejan imperturbables.

Si hay contradicción entre ambos componentes de la racionalidad humana, ¿cómo se impone el sistema analítico? El caso del tren resulta de nuevo ilustrativo. Cuando los dilemas de empujar a alguien o cambiar las agujas se presentan a voluntarios utilitaristas –entrenados en el cálculo riesgo/beneficio como norma de conducta– resuelven tanto empujar como cambiar las agujas en el mismo tiempo. 

En tales casos usan los dos segundos más necesarios en esta actividad mental para ajustar racionalmente el coste/ beneficio, y así evitan seguir el atajo emocional, intuitivo y natural hacia lo correcto.

Los animales nunca se equivocan acerca de lo que les conviene o no: su instinto sólo les permite acertar. Sin embargo, a las personas, liberadas del encierro en el automatismo biológico, se les plantean dilemas y están abiertas a equivocarse al decidir.

Los códigos de conducta aportan una escala jerárquica de los valores que se consideran relevantes para calificar algo como bueno o malo. 

No están biológicamente determinados, y por ello difieren en aspectos normativos de unas culturas a otras. Como regulaciones sociales, humanizan cuando lo legal y lo ético convergen para premiar lo bueno (ayudar, curar) y penalizar lo malo (matar, no prestar asistencia en un accidente). Por eso mismo, existe una esquizofrenia social cuando leyes y ética divergen.

Aun con las cautelas propias de investigaciones sobre algo tan complejo como la mente humana, las neurociencias apuntan hoy al modo en que está registrado en el cerebro el principio natural, y por ello universal, de no hacer a los demás lo que no quiero para mí. El atajo emocional innato ante dilemas con vidas humanas en juego supone una predisposición natural al buen hacer.
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