El
proceso de urbanización y la electrificación del territorio atraen la atención
del hombre moderno hacia lo más inmediato y el interés mítico del hombre
arcaico por el Cosmos, pierde su carácter poético y pasional para hacerse
utilitarista y racional.
La luz de la ciudad electrificada (colonizadora del
ambiente rural como en el caso de la Canadiense y el ejemplo de la explotación
del territorio leridano en aras de Barcelona) desplaza la atención humana del
cielo nocturno estrellado a los anuncios luminosos y a las atracciones
comerciales y lúdicas.
El hombre moderno carece ya, a pesar de la nueva física,
de mitologías sobre el origen y la estructura del universo. Sólo las mitologías
del Mercado y del Consumo están hoy presentes en la llamada Sociedad el
Bienestar.
Jamás ha tenido el
ser humano más facilidad de desplazarse de un territorio a otro. Sin embargo,
el contacto con el otro no exige ya que nos movamos de nuestro escritorio o de
nuestra sala de estar. Requiere casi más esfuerzo entrar en contacto con el
vecino de la casa de al lado que con un antípoda terrestre. Y cuando, a pesar
de todo, nos desplazamos a territorios alejados, constatamos que todos los
territorios se van pareciendo cada vez más unos a otros y que "en todas
partes cuecen habas", siguiendo además la misma receta culinaria. Hasta
las extravagancias, que por definición representan lo inusual, son exactamente
las mismas en todas las urbes: las cabezas rapadas, los Hara Krisna, el
pantalón vaquero andrajoso, la droga.
El desarraigo
territorial del hombre moderno se advierte no menos en lo que respecta al
conocimiento de los detalles de su ambiente más próximo. Cuando el
desplazamiento geográfico todavía requería tiempo, el individuo humano tenía
ocasión de ir registrando y estudiando con minuciosidad los pormenores de la
naturaleza y de la ciudad que recorría a pie o en un transporte lento.
Curiosamente, cuanto más rápidamente nos movemos, menos tiempo decimos tener.
El ahorro de tiempo que suponen las comunicaciones y los transportes modernos
ha hecho de la carencia de tiempo un rasgo definitorio de nuestra cultura.
Un tiempo que se
medía en jornadas, pasó en nuestro siglo a medirse primero en horas y ahora
hasta en décimas de segundo. En un solo día recorremos lugares que, tan sólo
hace unos decenios, requerían muchos días de viaje. Nuestra capacidad cotidiana
de recepción no ha aumentado, pero los objetos que reclaman nuestra atención
son cada vez más numerosos.
La conciencia de
los detalles desaparece así con la velocidad. La configuración del territorio
se desvanece. Hemos adquirido la perspectiva del dinosaurio a que antes aludí,
sin siquiera haber incrementado nuestro volumen corporal.
Resultado de esta
transformación de nuestra conciencia es la extraterritorialidad que nos
caracteriza, un estar siempre en otra parte que hace del hombre moderno un ser
desarraigado y un exiliado nato.
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