Todo el mundo tiene
opinión, pero, ¿cuántos criterio?, es el planteamiento de base que me acomete
desde hace muchísimos años, cuestión nada fácil de explicar y menos aún de
entender, pues hacerlo implica trascender los esquemas tradicionales a los que
estamos acostumbrados, es decir, el sentir general.
Si recurrimos a nuestro DRAE,
nos define la opinión como juicio
que se forma de algo cuestionable, o concepto en
que se tiene a alguien o algo. Más nos podría valer lo que se dice de opinión pública: estimación en
que coincide la generalidad de las personas acerca de asuntos determinados, definición
que, en general, se asemeja más al concepto propio del término, ya que es
compartido por una pluralidad de individuos que refuerzan, así, las opiniones
de cada sujeto.
Podríamos
considerar ya aquí un primer nivel de diferenciación entre ambos conceptos,
quizá imperceptible para muchos pero en cambio tan sólido que marca una
importante categorización.
Mientras que la opinión se establece como reacción
primera y básica ante un hecho determinado, y es por tanto deudora de una
multiplicidad de factores, la mayor parte de ellos tan subjetivos como el
individuo que opina, el criterio atiende, para su consideración, al
conocimiento de la verdad en que pueda incurrir ese hecho, es decir, precisa,
necesariamente, de una profundización en la realidad circunstancial del hecho,
por encima, desde luego, de la engañosa apariencia o la simple subjetividad.
No entraremos en
debates de mayor calado –innecesarios en esta ocasión y, además, fuera del
alcance de nuestras profanas limitaciones–, como sería desentrañar el
significado filosófico de ambos conceptos, es decir, profundizar en la doxa,
o conocimiento fenoménico engañoso, que es tanto como decir opinión, y la episteme,
o conocimiento científico metodológicamente establecido.
De modo que, según
supongo y si no estoy equivocado, que podría perfectamente ser, hay una
apreciable diferencia entre opinar y conocer qué se está diciendo. Sé, también,
que lo más usual entre nosotros, pobres bípedos peludos sometidos al imperio de
los sentidos, que son lo más a mano que tenemos, y algunos lo único, es hablar,
aunque no se sepa de qué ni se espere siquiera a dejar explicarse al otro antes
de echar la lengua a paseo.
Es verdad
igualmente que si sólo habláramos de lo que en realidad conocemos deberíamos
enmudecer por decreto-ley, de modo que toda esta argumentación que acabo de
escribir quizá solamente sean palabras, opiniones, en suma, sin más sustento
que mi propia subjetividad, y aunque podría traer aquí infinidad de ejemplos
para tratar de defender estos puntos de vista, no lo haré, ya que no es mi
cometido formar opinión, y mucho menos conocimiento epistemológico.
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