En algún momento,
todos hemos tenido la experiencia de que nuestras acciones no correspondan a lo
que pensamos. Sin embargo, cuando sucede resulta imperativo cuestionarnos, pues
la armonía de la familia y la sociedad dependen de ello.
De buenas
intenciones está empedrado el camino hacia el infierno, afirma la
sabiduría popular, cuando alguien alega que sus propósitos eran correctos para
así excusar los daños de sus acciones.
Es alarmante notar
que cada vez con más frecuencia la satisfacción inmediata de cualquier impulso
se lleva por delante los valores y, con ello, el destino de muchos. Desde
banqueros entrenados para cuidar los dineros de otros, hasta gobernantes que
velan por el progreso de las sociedades, pasando por los padres de familia que
sucumben ante la tentación de la vida sin disciplina. Pirámides, estafas y
agresiones que desencadena algún ego ofendido se han vuelto cotidianas.
Por ejemplo, frente
al hecho grave de que los niños se inicien en el consumo de sustancias a
temprana edad, y que los jóvenes deambulen por las calles de la ciudad a altas
horas de noche, sin conciencia e incapaces de cuidar de sí mismos, las
autoridades —con la intención de protegerlos de sus propios excesos— decidieron
tomar medidas.
Parecía entonces
apropiado que la Policía, entrenada para proteger la vida, honra y bienes de
los ciudadanos, inclusive con su propia vida, los detuviera y cuidara hasta que
sus padres se hicieran cargo de ellos. Esta era la intención. Pero lo que les
ocurrió a los jóvenes que resultaron lesionados está muy lejos de esa
finalidad. El ego ofendido, la incapacidad de controlar el impulso agresivo
creó consecuencias que durarán por el resto de la vida de esos jóvenes.
Desde luego, se
requiere disciplina emocional para lograr que las conductas correspondan
siempre a los pensamientos o a los propósitos. Aprender a tolerar la
frustración y postergar la gratificación son las herramientas para que nuestras
respuestas emocionales correspondan con los valores.
Muchas de las
secuelas que dejan los comportamientos que buscan satisfacción inmediata del
deseo no se reparan con el castigo individual y personal que puedan sufrir los
directamente responsables del acto, pues son acciones que sencillamente no
debieron ocurrir.
Sólo cuando la
reflexión y no el impulso guíen nuestra conducta, ésta hará honor a los
principios y los seres humanos podremos confiar los unos en los otros.
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