Tras el final de la Primera Guerra Mundial, y como en
cualquier periodo posbélico, comenzaron a ponerse en marcha toda una serie de
dispositivos simbólico-materiales destinados a la reconfiguración del
ordenamiento mundial.
La guerra había dejado menguada la economía de muchas de
las grandes potencias de entonces, avecinándose tiempos de pauperización,
miseria y pobreza. Las crisis, como bien sabemos, suelen traer en sus entrañas
a polizontes y oportunistas de toda calaña, dispuestos a hacer su agosto allí donde
el terreno ha quedado arrasado por la tragedia. Es posible que podamos
interpretar hoy este intermezzo pesimista
que separó una guerra de otra como un laboratorio de pruebas en el que
distintas estrategias de poder pujaban por quedarse con la tajada más grande
del pastel.
En Europa, legiones de jóvenes nazis y fascistas canturreaban los
cánticos mesiánicos del Angelus
novus, como preludio de la gran catástrofe que se agazapaba entre sus alas. En
Estados Unidos, sin embargo, una nueva religión comenzaba a gestarse, de manera
mucho más silenciosa y latente, mucho más sutil y estudiada. La gran era del
consumismo de masas iniciaba, tímidamente, sus primeros pasos. Y para ello, se
apoyó en las novedosas herramientas e instrumentos de cierta corriente
científico-filosófica, procedente de Austria. Dicha corriente no es otra que el
psicoanálisis, el cual iba a otorgar un innovador marco conceptual para la
gestión de emociones y deseos.
Son escasos los manuales de marketing o de publicidad que
recojan las enseñanzas de uno de sus más discretos fundadores. Nos referimos a
Edward Bernays, austríaco de nacimiento, pero radicado en América, sobrino de
Sigmund Freud y fundador de las llamadas Relaciones públicas. Siendo muy joven,
Bernays iniciaría sus investigaciones en persuasión y técnicas de propaganda
para el control y manipulación de la opinión pública. Viendo las consecuencias
que tuvo la Primera Guerra Mundial, Bernays se preguntaría por la posibilidad
de resignificar muchas de las técnicas propagandísticas utilizadas durante la
misma, para así aplicarlas en períodos de paz.
En una vuelta de tuerca
clausewitziana, Bernays sentaría las bases del consumismo moderno apoyándose en
estrategias bélicas de resolución de conflictos, manipulación, propaganda y
domesticación de las mentes. Si somos capaces, se preguntaría Bernays, de
convencer a la opinión pública americana de la necesidad de una guerra, mucho
más sencillo será animarles a comprar todo tipo de productos y objetos
innecesarios. ¿Por qué no utilizar la propaganda para el mero hecho de vender?
De este modo, la economía se reactivaba, inoculando en el ciudadano la falsa
premisa de la participación política a través del consumo. Incluso, podrían
investirse algunos productos con determinadas categorías simbólicas, para
producir en el consumidor la ilusión fetichizante de acceder a ciertos valores
a través de la compra.
Con estas técnicas de manual de psicoanálisis básico,
debemos a Bernays la ocurrente perversión de empoderar con un discurso
feminista a los cigarrillos de Philip Morris o de dar un aura de masculinidad a
la industria automovilística. Los deseos más ocultos de la masa comenzaron a
estimularse, gracias a las arrulladoras voces de los anuncios publicitarios y
sus mundos de fantasía.
Con pocas consignas, el consumo se transformó, para el
americano medio, en casi una exigencia moral, dado que, solo participando del
mismo, el ciudadano era capaz, de manera cuasi heroica, de apuntalar la
maltrecha economía americana. De este modo, el consumidor se crea, se produce,
se moldea, al mismo tiempo que el espacio democrático se reduce y banaliza,
limitándolo al mero acto de la compra. El mundo deviene mercancía y la polis se
transforma en un centro comercial.
Con un giro more copernicano,
Bernays inaugura una modalidad de la publicidad entendida como dispositivo
disciplinario, anatómico-político o biopolítico, en el que los cuerpos y las
mentes son reducidas al único papel del consumidor. En su célebre manual de
1928, titulado Propaganda,
no duda en recalcar que “la nueva propaganda no sólo se ocupa del individuo o
de la mente colectiva,
sino también y especialmente de la anatomía de la
sociedad”. La finalidad, nos dice Bernays, no es otra que crear, dar forma,
moldear un tipo de hombre nuevo: “producir consumidores, ése es el nuevo
problema”. ¿Para qué vender coches con el lema “cómpreme usted este coche”,
cuando podemos conseguir, a través de la persuasión, que miles de ingenuos nos
reclamen y exijan “véndame, por favor, ese coche”?
La propaganda del dócil consumidor funciona con las mismas
estrategias del poder, tal y como fue descrito por Foucault. Se trata de una
suerte de dispositivo, viscoso e imperceptible, de tela de araña tan
transparente como certera a la hora de cazar a su presa. Estamos ante una red
de relaciones, de gestos, discursos y enunciados destinados a atravesar los
cuerpos y los comportamientos.
La “propaganda” está destinada a trabajar sobre
la opinión pública a diversos niveles: tanto para vendernos una pasta de
dientes, como para fomentar una actitud cívica por parte del ciudadano. “Pues
hay que disciplinar al público para que gaste su dinero del mismo modo que hay
que disciplinarlo en la profilaxis de la tuberculosis”, nos dirá Bernays. Para
éste, puesto que la mente del grupo no piensa, es preciso dirigirse a sus
impulsos, sus deseos y sus emociones más básicas para, desde allí, modificar
sus hábitos. Y, si conocemos los motivos que mueven la mente del grupo, “¿no
sería posible controlar y sojuzgar a las masas con arreglo a nuestra voluntad
sin que éstas se dieran cuenta?”. Sobemos, pues, el lomo de la Gran Bestia.
Alimentemos sus instintos y deseos más básicos a base de gadchets inservibles,
automóviles, cremas antiarrugas y experiencias prefabricadas de emociones
baratas.
El éxito está asegurado y las colas para comprar el nuevo Iphone
comenzarán a formarse días antes de que este salga a la venta.
La democracia del consumidor o, como la definió Chomsky, del
“rebaño desconcertado”, se asienta en estas siniestras premisas
pseudofreudianas de Bernays, para quien no sólo era posible la modificación
consciente y la manipulación de las opiniones y costumbres de las masas, sino
que dicha manipulación era la condición necesaria para el desarrollo de las
actuales democracias.
Se trata de organizar el caos. De esta manera, un estado
ideal sería aquel en el que las decisiones estuvieran en manos de unos pocos, de
un “gobierno invisible” lo suficientemente capaz como para gestionar a esa
mayoría estupidizada e infantiloide, inmersa en universos de estimulación
constante de deseos.
Tales fueron las ideas que tanto Walter Lippman como Bernays
defendieron en el famoso Coloquio
Lippman, celebrado en plena guerra mundial, en París, y que ha sido considerado
el pistoletazo de salida del neoliberalismo.
No es de extrañar que Hitler se
sintiera atraído por las tesis de Bernays y solicitara sus servicios, propuesta
que, al parecer, este rechazó. Huxley ya nos advertía que el nuevo
totalitarismo no funcionaría de manera negativa, reprimiendo, prohibiendo,
obstaculizando, privando, sino de forma positiva: constituyendo verdad.
“Un
estado totalitario eficaz —afirmaba Huxley—sería aquel en el cual los jefes
políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una
población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción
alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirlos a amarla es tarea asignada
[…] a los ministerios de propaganda”.