Quelo... ¡Ay, Quelo! ¡Qué muchachito insólito!
Sus catorce años no podían concentrar más esnobismo, no podían sumar más
extravagancias...
En el pensar, en el vestir, en sus gustos, en sus actitudes...
La mayor parte de la gente de Alamares —el pueblo en que vivía— opinaba que se
trataba de «un flaco estrafalario», mientras que su familia lo consideraba una
criatura «singular»...
Era un espectáculo verlo en sus ires y venires rumbo a o de regreso de la escuela
o trabajo como cadete en el laboratorio de investigaciones científicas de
Alamares. Siempre bailoteando al compás de una música que solamente él oía. Los
oídos enchufados a los auriculares de su inseparable aparatito pasacasetes, a
ese walkman del que casi no se desprendía ni para bañarse.
Presumido de su apariencia, lo cierto era que tenía el
aspecto de un muestrario de tienda, ya que los colores de todas las prendas los
combinaba, sí, pero con el blanco del ojo. Además, parecía una cartelera
publicitaria, un letrero andante de propagandas de todo tipo: jamás se ponía
nada que no fuera de marca conocida y —menos que menos— si esa marca no estaba
impresa en algún lugar bien visible de la vestimenta o del calzado.
Sus padres gozaban de una buena situación económica, de modo
que Quelo trabajaba, únicamente, para comprarse más ropa. Y más casetes. Ah...
y goma de mascar.
Engreído, creyéndose superior a todo el género humano, en
escasas ocasiones prestaba atención a lo que le decían ni lo entendía con
claridad. Y eso que quien intentaba comunicarse con él debía hacerlo a los
gritos, por aquello de que, invariablemente, estaba conectado con su walkman.
¡En cuántas malas interpretaciones de las palabras de los otros incurría
entonces Quelo
!
Claro que —a decir verdad— ellos hablaban poco y nada, enfrascados sobre sus
microscopios, abstraídos del entorno debido a sus investigaciones, por lo que
la silenciosa presencia del cadete no los perturbaba, por más estrambótica que
fuese. Acaso les servía de necesaria y momentánea diversión. Vaya uno a saber.
Quelo tampoco era dado a conversar y esa característica, allí, era apreciada.
Qué más podía pretender el muchacho entonces que realizar sus tareas de archivo
teniendo la posibilidad de no desvincularse de su pasacasetes y en un lugar
donde no lo interrumpieran. Su trabajo era tan sencillo y rutinario que no le
exigía otra concentración que la requerida para mascar su chicle.
Una tarde, el Profesor Linares —uno de los científicos del laboratorio—
abandonó repentinamente microscopio y silla y llamó a sus compañeros de labor.
En un instante, todo el equipo de investigaciones estaba a
su lado. A pocos metros de allí, con el walkman conectado y realizando,
robóticamente, sus tareas, Quelo.
Casualmente, el muchacho había levantado la vista de unas carpetas cuando
advirtió que algo diferente, muy importante, estaba sucediendo.
Era la primera vez que veía al Profesor Linares expresándose de ese modo.
Contentísimo. Muy entusiasmado. Casi eufórico. Como todos los que lo rodeaban y
que lo escuchaban atentamente.
De pronto, Quelo tuvo la confirmación de que un hecho
extraordinario había ocurrido porque el Profesor Linares y su grupo se
empezaron a palmotear las espaldas, a darse las manos, a abrazarse, mientras
que el Doctor Florini —el más joven de los investigadores— se subía a un banco
y anunciaba algo como si lo hiciera a una multitud. Entre los dedos índice y
pulgar de su mano derecha, exponía cierto objeto tan diminuto que resultaba
invisible a los ojos de Quelo.
Y se reía.
Sin disminuir el volumen de la música que estaba oyendo, el muchacho «paró las
orejas», intrigadísimo.
Mascó su chicle a más velocidad que de costumbre.
Lo que escuchó entonces le heló la sangre.
El Doctor Florini —como si de golpe se hubiera y
transformado en el más perverso de los demonios— repetía:
—En la próxima semana, un terrible terremoto destruirá este pueblito como si
fuera un poroto. Sé discreto. Guarda el secreto.
Después de ese episodio, la familia y la gente de Alamares
empezó a toparse con un Quelo distinto.
Desde que había escuchado esa tremenda revelación y durante
los tres días que le siguieron, iba y venía de aquí para allá como un
sonámbulo, con la mirada echada para adentro. Continuaba en conexión con su
walkman y atacando —a muela limpia— la goma de mascar, pero se notaba muy
preocupado.
«Peligro... Peligro... Peligro...», se decía, sin saber qué hacer.
Ya habían
transcurrido tres días; a «la semana próxima» sólo le restaban cuatro para
presentarse y él —Quelo— prisionero de un secreto que sin dudas estaba
relacionado con enemigos de Alamares.
Con enemigos internacionales que
festejaban por anticipado el terremoto que iba a producirse. Con enemigos que
saboreaban la destrucción de todo y de todos por esos pagos. De lo contrario
—pensaba Quelo— ¿por qué no alertaron todavía a las autoridades acerca de la
inminencia de semejante fenómeno? Malditos invasores...
Las uñas de Quelo se redujeron a su mínima expresión en los
días que siguieron y poniendo un pretexto cualquiera renunció a su empleo.
Nadie le pidió explicaciones. Si sólo trabajaba para
acumular ropa, casetes y chicles...
Faltaban apenas dos días para que el tremebundo secreto que
tanto le pesaba se hiciera realidad en Alamares, cuando el muchacho no lo
aguantó más y les contó a sus padres lo que callaba.
En Alamares, las horas de la siesta eran tan calurosas que
exponerse a ellas significaba correr el riesgo de derretirse. También, los
cerebros de los alamarenses se recalentaban entonces.
De otro modo, no se explica cómo a pesar de considerarlo un
muchacho «rarito», la mayoría dio crédito a sus palabras, que con la celeridad
de un rayo se propagaron de norte a sur, de este a oeste del pueblo no bien la
mamá de Quelo (a las tres de la tarde del mismo día en que su hijo se lo
dijera) lanzó a correr el rumor de que cuarenta y ocho horas más y un terremoto
asolaría la localidad... y que el laboratorio de investigaciones científicas
estaba tomado por monstruos de otras galaxias... y que ellos hablan programado
el desastre... y que apenas si contaban con el tiempo imprescindible como para
empacar algunas pertenencias y largarse de allí, antes de que se produjera la
catástrofe.
Este rumor se difundió con la contundencia de una gigantesca bola de nieve y
congeló todos los razonamientos, a pesar de las altas temperaturas.
Entretanto, los investigadores del laboratorio —ajenos aún a los
acontecimientos que se desarrollaban fuera de su predio— proseguían con la
esforzada labor: habían logrado aislar, nada menos, que el microbio que causaba
la peste rayada.
La peste rayada... causante de tantas muertes en Alamares...
y en el mundo entero.
Aislar ese mortífero microbio era ya una sensacional hazaña científica.
¡Qué decir entonces de su invento para fotografiarlo y
ampliar su imagen al tamaño de un poroto!
Gracias a ello, podrían estudiarlo a fondo y pronto lograrían crear la vacuna
capaz de aniquilarlo.
Por eso, el Profesor Linares había estado tan, tan alegre la tarde del
descubrimiento. Por eso había contagiado con su humor al equipo. Por eso, el
Doctor Florini —consciente del incalculable valor del hallazgo de su maestro—
se había entusiasmado al punto de animarse a jugar y actuar como locutor del
momento en que tal noticia sería oficialmente comunicada.
Y como jugando había anunciado —subido en un banco— aquellas palabras que se
transformaron en otras en los nada fiables oídos de Quelo.
El Doctor Florini había dicho:
—En la próxima semana estará lista la foto de este mini microbito y ampliada
como un poroto. Sean discretos. Guarden el secreto.
Esas habían sido sus palabras. Textuales.
La errada interpretación de Quelo corría por su cuenta.
Lástima que —también— por la de cientos y cientos de alamarenses.
Aterrorizados, cama y huesos de espanto, los habitantes del
pueblo entero se habían dejado arrastrar —sin dudas— por la cola de un rumor.
Un rumor cuyo origen estaba en el «flaco estrafalario» de la comunidad.
¡Quelo...! Y buah.
Horas antes de que se cumpliese la hora señalada para el
falsamente pronosticado terremoto, ya no quedaba casi nadie en Alamares.
Los alamarenses habían partido en disparatado éxodo,
formando una multitudinaria caravana empeñada en llegar al pueblo vecino en
busca de auxilio.
Quelo y su familia, al frente del perturbado gentío. ¡Ya
iban a ver esos monstruos la que les esperaba!
Aún quedaba una hora y media para contraatacarlos en su guarida del
laboratorio. Una cuadrilla especial de las fuerzas de seguridad ya había sido
puesta al corriente de todo y se dirigía hacia allí, provista del armamento más
sofisticado.
Una hora y media.
La misma durante la cual el equipo del laboratorio de investigaciones
científicas —con el Profesor Linares a la cabeza— decidió abrir un breve
paréntesis en su trabajo y encender la radio, tras una semana de ininterrumpida
dedicación a las investigaciones acerca del microbio de la peste rayada.
La radio —a través de todas las emisoras— difundía el mismo disco. Rayado, como
la peste, informaba lo siguiente:
«Estado de emergencia. La Gobernación de Alamares alerta a los vecinos que
todavía permanezcan en nuestro pueblo. Se les reitera que deben abandonarlo
cuanto antes. Invasores extragalácticos van a provocar un terremoto aquí mismo,
con fines que no estamos en condiciones de evaluar. Escapen. Sálvese quien
pueda. Los saluda y los ama, su gobernador.»
Dicen que dicen que los investigadores huyeron despavoridos del laboratorio,
tras escuchar la estremecedora noticia.
Y despavoridos corrieron a través de las desiertas calles de Alamares, hasta
alcanzar el último grupo de la caravana que abandonaba el pueblo.
Cuento: Dicen que dicen
(Por Elsa Bornemann)