jueves, 7 de septiembre de 2017

Dicen Que Dicen


Quelo... ¡Ay, Quelo! ¡Qué muchachito insólito! 
Sus catorce años no podían concentrar más esnobismo, no podían sumar más extravagancias... 

En el pensar, en el vestir, en sus gustos, en sus actitudes... 
La mayor parte de la gente de Alamares —el pueblo en que vivía— opinaba que se trataba de «un flaco estrafalario», mientras que su familia lo consideraba una criatura «singular»... 

Era un espectáculo verlo en sus ires y venires rumbo a o de regreso de la escuela o trabajo como cadete en el laboratorio de investigaciones científicas de Alamares. Siempre bailoteando al compás de una música que solamente él oía. Los oídos enchufados a los auriculares de su inseparable aparatito pasacasetes, a ese walkman del que casi no se desprendía ni para bañarse. 

Presumido de su apariencia, lo cierto era que tenía el aspecto de un muestrario de tienda, ya que los colores de todas las prendas los combinaba, sí, pero con el blanco del ojo. Además, parecía una cartelera publicitaria, un letrero andante de propagandas de todo tipo: jamás se ponía nada que no fuera de marca conocida y —menos que menos— si esa marca no estaba impresa en algún lugar bien visible de la vestimenta o del calzado.

Sus padres gozaban de una buena situación económica, de modo que Quelo trabajaba, únicamente, para comprarse más ropa. Y más casetes. Ah... y goma de mascar. 

Engreído, creyéndose superior a todo el género humano, en escasas ocasiones prestaba atención a lo que le decían ni lo entendía con claridad. Y eso que quien intentaba comunicarse con él debía hacerlo a los gritos, por aquello de que, invariablemente, estaba conectado con su walkman. ¡En cuántas malas interpretaciones de las palabras de los otros incurría entonces Quelo
! 

Claro que —a decir verdad— ellos hablaban poco y nada, enfrascados sobre sus microscopios, abstraídos del entorno debido a sus investigaciones, por lo que la silenciosa presencia del cadete no los perturbaba, por más estrambótica que fuese. Acaso les servía de necesaria y momentánea diversión. Vaya uno a saber. 

Quelo tampoco era dado a conversar y esa característica, allí, era apreciada. 
Qué más podía pretender el muchacho entonces que realizar sus tareas de archivo teniendo la posibilidad de no desvincularse de su pasacasetes y en un lugar donde no lo interrumpieran. Su trabajo era tan sencillo y rutinario que no le exigía otra concentración que la requerida para mascar su chicle. 

Una tarde, el Profesor Linares —uno de los científicos del laboratorio— abandonó repentinamente microscopio y silla y llamó a sus compañeros de labor. 

En un instante, todo el equipo de investigaciones estaba a su lado. A pocos metros de allí, con el walkman conectado y realizando, robóticamente, sus tareas, Quelo. 

Casualmente, el muchacho había levantado la vista de unas carpetas cuando advirtió que algo diferente, muy importante, estaba sucediendo.
 
Era la primera vez que veía al Profesor Linares expresándose de ese modo. Contentísimo. Muy entusiasmado. Casi eufórico. Como todos los que lo rodeaban y que lo escuchaban atentamente.

De pronto, Quelo tuvo la confirmación de que un hecho extraordinario había ocurrido porque el Profesor Linares y su grupo se empezaron a palmotear las espaldas, a darse las manos, a abrazarse, mientras que el Doctor Florini —el más joven de los investigadores— se subía a un banco y anunciaba algo como si lo hiciera a una multitud. Entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha, exponía cierto objeto tan diminuto que resultaba invisible a los ojos de Quelo. 
Y se reía. 

Sin disminuir el volumen de la música que estaba oyendo, el muchacho «paró las orejas», intrigadísimo. 

Mascó su chicle a más velocidad que de costumbre. 
Lo que escuchó entonces le heló la sangre. 

El Doctor Florini —como si de golpe se hubiera y transformado en el más perverso de los demonios— repetía: 
—En la próxima semana, un terrible terremoto destruirá este pueblito como si fuera un poroto. Sé discreto. Guarda el secreto.

Después de ese episodio, la familia y la gente de Alamares empezó a toparse con un Quelo distinto. 

Desde que había escuchado esa tremenda revelación y durante los tres días que le siguieron, iba y venía de aquí para allá como un sonámbulo, con la mirada echada para adentro. Continuaba en conexión con su walkman y atacando —a muela limpia— la goma de mascar, pero se notaba muy preocupado.
 
«Peligro... Peligro... Peligro...», se decía, sin saber qué hacer.

 Ya habían transcurrido tres días; a «la semana próxima» sólo le restaban cuatro para presentarse y él —Quelo— prisionero de un secreto que sin dudas estaba relacionado con enemigos de Alamares.

Con enemigos internacionales que festejaban por anticipado el terremoto que iba a producirse. Con enemigos que saboreaban la destrucción de todo y de todos por esos pagos. De lo contrario —pensaba Quelo— ¿por qué no alertaron todavía a las autoridades acerca de la inminencia de semejante fenómeno? Malditos invasores... 

Las uñas de Quelo se redujeron a su mínima expresión en los días que siguieron y poniendo un pretexto cualquiera renunció a su empleo. 

Nadie le pidió explicaciones. Si sólo trabajaba para acumular ropa, casetes y chicles...

Faltaban apenas dos días para que el tremebundo secreto que tanto le pesaba se hiciera realidad en Alamares, cuando el muchacho no lo aguantó más y les contó a sus padres lo que callaba. 

En Alamares, las horas de la siesta eran tan calurosas que exponerse a ellas significaba correr el riesgo de derretirse. También, los cerebros de los alamarenses se recalentaban entonces. 

De otro modo, no se explica cómo a pesar de considerarlo un muchacho «rarito», la mayoría dio crédito a sus palabras, que con la celeridad de un rayo se propagaron de norte a sur, de este a oeste del pueblo no bien la mamá de Quelo (a las tres de la tarde del mismo día en que su hijo se lo dijera) lanzó a correr el rumor de que cuarenta y ocho horas más y un terremoto asolaría la localidad... y que el laboratorio de investigaciones científicas estaba tomado por monstruos de otras galaxias... y que ellos hablan programado el desastre... y que apenas si contaban con el tiempo imprescindible como para empacar algunas pertenencias y largarse de allí, antes de que se produjera la catástrofe. 

Este rumor se difundió con la contundencia de una gigantesca bola de nieve y congeló todos los razonamientos, a pesar de las altas temperaturas.
 
Entretanto, los investigadores del laboratorio —ajenos aún a los acontecimientos que se desarrollaban fuera de su predio— proseguían con la esforzada labor: habían logrado aislar, nada menos, que el microbio que causaba la peste rayada. 

La peste rayada... causante de tantas muertes en Alamares... y en el mundo entero. 

Aislar ese mortífero microbio era ya una sensacional hazaña científica.

¡Qué decir entonces de su invento para fotografiarlo y ampliar su imagen al tamaño de un poroto! 
Gracias a ello, podrían estudiarlo a fondo y pronto lograrían crear la vacuna capaz de aniquilarlo. 
Por eso, el Profesor Linares había estado tan, tan alegre la tarde del descubrimiento. Por eso había contagiado con su humor al equipo. Por eso, el Doctor Florini —consciente del incalculable valor del hallazgo de su maestro— se había entusiasmado al punto de animarse a jugar y actuar como locutor del momento en que tal noticia sería oficialmente comunicada. 

Y como jugando había anunciado —subido en un banco— aquellas palabras que se transformaron en otras en los nada fiables oídos de Quelo. 
El Doctor Florini había dicho: 

—En la próxima semana estará lista la foto de este mini microbito y ampliada como un poroto. Sean discretos. Guarden el secreto. 

Esas habían sido sus palabras. Textuales. 
La errada interpretación de Quelo corría por su cuenta. 
Lástima que —también— por la de cientos y cientos de alamarenses. 
Aterrorizados, cama y huesos de espanto, los habitantes del pueblo entero se habían dejado arrastrar —sin dudas— por la cola de un rumor. Un rumor cuyo origen estaba en el «flaco estrafalario» de la comunidad. 
¡Quelo...! Y buah.

Horas antes de que se cumpliese la hora señalada para el falsamente pronosticado terremoto, ya no quedaba casi nadie en Alamares.

Los alamarenses habían partido en disparatado éxodo, formando una multitudinaria caravana empeñada en llegar al pueblo vecino en busca de auxilio. 

Quelo y su familia, al frente del perturbado gentío. ¡Ya iban a ver esos monstruos la que les esperaba! 

Aún quedaba una hora y media para contraatacarlos en su guarida del laboratorio. Una cuadrilla especial de las fuerzas de seguridad ya había sido puesta al corriente de todo y se dirigía hacia allí, provista del armamento más sofisticado. 

Una hora y media. 
La misma durante la cual el equipo del laboratorio de investigaciones científicas —con el Profesor Linares a la cabeza— decidió abrir un breve paréntesis en su trabajo y encender la radio, tras una semana de ininterrumpida dedicación a las investigaciones acerca del microbio de la peste rayada. 
La radio —a través de todas las emisoras— difundía el mismo disco. Rayado, como la peste, informaba lo siguiente: 

«Estado de emergencia. La Gobernación de Alamares alerta a los vecinos que todavía permanezcan en nuestro pueblo. Se les reitera que deben abandonarlo cuanto antes. Invasores extragalácticos van a provocar un terremoto aquí mismo, con fines que no estamos en condiciones de evaluar. Escapen. Sálvese quien pueda. Los saluda y los ama, su gobernador.» 

Dicen que dicen que los investigadores huyeron despavoridos del laboratorio, tras escuchar la estremecedora noticia. 
Y despavoridos corrieron a través de las desiertas calles de Alamares, hasta alcanzar el último grupo de la caravana que abandonaba el pueblo.

Cuento: Dicen que dicen 

(Por Elsa Bornemann)

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