viernes, 8 de septiembre de 2017

Solidaridad Humana


Todo empezó en otro lugar
Aunque sus datos estén siempre a la espera de ulteriores hallazgos, los paleoantropólogos datan el origen remoto de lo que hoy entendemos por “humanidad” hace varios millones de años (200.000 años si hablamos del homo sapiens) y lo sitúan en el corazón de África. A partir de ahí y mediante sucesivas oleadas motivadas por causas diversas y no siempre suficientemente conocidas, esos primeros homínidos fueron paulatinamente poblando el resto del planeta, dando así lugar a la rica diversidad de la que hoy disfrutamos.

¿Disfrutamos? Bueno, disfrutamos y padecemos. Porque esa mixtura que conforma el género humano ha sido motivo y coartada a lo largo de los siglos para las más variadas tropelías. El “otro”, el extraño, el diferente, es decir, cualquier persona para todas las demás, ha sido a menudo tratado como chivo expiatorio, despersonalizado, cosificado y expuesto ante “los propios” como causante de todos los males, como origen último de todas las amenazas. Es como si en todas las culturas anidara, más o menos aletargada, más o menos vigilante, una perversa necesidad de encontrar un “otro” que focalice los temores de la comunidad y oficie así como “cabeza de turco”. Proyectar sobre esas personas todos los males que a una determinada comunidad aquejan, actúa como una suerte de exorcismo que, sin resolver realmente ningún problema, parece ser tranquilizador.

Como dice García Canclini (2004), “la extrañeza de la otredad y el rechazo de su diferencia se forman a menudo al ir depositando en los demás caracteres que negamos en nuestra vida para proteger la coherencia de nuestra imagen”. Caracteres que, a menudo, no tienen ninguna relación real con las personas sobre las que se proyectan, que acaban encarnando estereotipos imaginarios que, sin embargo, tienen un impacto cierto en la realidad. En palabras de Amin Maalouf (1999), “es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas”. En parte porque, al parecer, necesitamos esa proyección, de manera más o menos inconsciente, para construir nuestra propia identidad, nuestra particular diferencia. 

Como dice Amartya Sen (2007), “la atribución de determinadas características a un grupo específico puede preparar el camino para la persecución y la muerte”. A lo que añade que “ver a una persona solo en términos de una de sus muchas identidades constituye una operación mental profundamente rudimentaria”. Investimos a los otros de identidades que resultan, en gran medida, de construcciones imaginarias que, sin embargo, tienen un impacto efectivo sobre la realidad. Un impacto con frecuencia negativo para la convivencia entre personas diferentes, porque reviste la realidad de un sinfín de fantasmas de los que resulta difícil desprenderse.

Sin embargo, a pesar de que la historia revela incontables barbaridades basadas en esta dinámica social y cultural, también podría escribirse una historia alternativa de la humanidad en la que se pusiera de manifiesto el enorme acervo cultural que la diversidad que nos caracteriza como especie ha generado. Además, no se trata de una riqueza estanca como la que puede verse en cualquier museo que albergue en sus diversas salas momentos petrificados de la historia de la humanidad o de una determinada cultura o país. Por el contrario, humanos y humanas del siglo XXI somos lo que somos como resultado azaroso de un aluvión de mezclas en las que ya resulta imposible discriminar la procedencia de cada rasgo. Y no solo desde el punto de vista físico, que también. La música que escuchamos; los libros que leemos; las personas con las que trabajamos o nos relacionamos presencialmente o a través de internet; los alimentos que llenan nuestros platos; las ropas que vestimos; los objetos que decoran nuestras casas…; en definitiva, las personas que somos, son fruto del mestizaje, de la impregnación de nuestras culturas “de origen” por todas aquellas otras culturas que, a través de una relación directa o mediada, van formando los cimientos en los que nuestra identidad se basa. Somos, como dice Amin Maalouf (1999), “seres tejidos con hilos de todos los colores que comparten con la gran comunidad de sus contemporáneos lo esencial de sus referencias, de sus comportamientos, de sus creencias”. Una afirmación compartida por Sen (2007), en la obra ya citada, cuando recuerda que “cada uno de nosotros puede tener, y tiene, diferentes identidades relacionadas con diferentes grupos significativos a los que pertenece de manera simultánea”.

Somos, en definitiva, resultado de incesantes mezclas. Y podemos crecer con tal riqueza o utilizarla como vía para desacreditar al otro y mitigar así nuestros temores, nuestras inseguridades.


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