El pretexto ordinario de aquellos que hacen la desgracia de
los demás, es que dicen querer su bien. El padre o madre que asfixió al hijo
que lloraba mucho, lo hizo porque no quería que le pasara algo malo con tanto
llanto y se le pasó la mano al taparle la boca por más tiempo de lo adecuado.
Revelamos el secreto de un amigo por nuestra perversa curiosidad de dejar libre
el asunto que se nos rogó mantuviéramos encadenado, pero lo hicimos pensando en
su bien, aun sabiendo que cometimos una traición. Insultamos a nuestros hijos y
cónyuges, destrozando su confianza y cariño, pero decimos que lo hicimos para
ver si así ‘se corregían’. Los ejemplos los podemos enumerar a montones.
Cuando se trata de nuestra propia conducta viciosa,
prometemos corregirnos. Recordemos el refrán: “El camino al infierno está
empedrado de buenas intenciones”. Séneca, en su Epístola 112, le escribe a su
amigo Lucilio: Este hombre del que me escribes, ¡oh Lucilio! y que me recomiendas,
no tiene fuerzas: se dio a los vicios. A la vez se marchitó y se endureció; no
puede entrar en razón, no puede nutrirla. ¡Pero desea corregirse! No le creas.
No digo que te mienta: él cree desearlo, sólo se cansó del lujo y de la
molicie, pero pronto volverán a agradarle. Pero dice que su género de vida le
ofende. No lo negaré. ¿A quién no le ofende? Los hombres, a un tiempo, aman sus
vicios y los odian.
Deseamos corregirnos pero a la vez ardemos en el objeto de
lo que deseamos corregir: lujuria, avaricia, soberbia. Queremos dejar de
estafar, de traicionar, pero a la vez deseamos inmensamente los bienes que
obtenemos por estafas y traiciones. Es como el beneficiario de toda traición:
adora el beneficio de la traición y odia al traidor.
“El infierno está lleno de buenas voluntades y deseos”,
afirmó el religioso suizo San Francisco de Sales.
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