Los medios de
comunicación han ido cambiando, tal vez a un paso tan lento que esa
transformación ha pasado inadvertida. Para quienes estén dispuestos a hacer el
ejercicio de detenerse por un instante, abstrayéndose de la avalancha de
imágenes que nos asaltan diariamente, para recordar la escena de 20 años atrás,
será posible advertir que el estilo de la comunicación ha cambiado
completamente. ¿Cuál es el aspecto visible de esta profunda mutación, que no
por gradual ha dejado de ser tan radical como completa y total? La saturación
de los sentidos.
La preocupación por
lo comunicado ha dejado de tener el interés de aquellos tiempos, cuando la
semiótica todavía creía en una funcionalidad de los mensajes y los medios.
Desde los programas de entrevistas a las películas de cine; de los sitios de
Internet a los diarios y revistas, la comunicación ha adoptado un estilo para
el que el mensaje, el significado mismo, ha dado paso a la prioridad de su
envase.
La estética de la
saturación consiste en una intensificación de los estímulos visuales y
auditivos por la cual estos siempre rebasan en cantidad y velocidad a la
capacidad de asimilación de nuestro sistema sensorial. Una situación en la cual
los estímulos siempre rebasan la capacidad de percepción, de modo que el
espectador debe contentarse con asimilar la parte que considere más relevante
de la escena.
El continuo
ejercicio de esta inconsciente selección lleva al acostumbramiento, y ya nadie
se sorprende de que la cámara de televisión se encuentre en movimiento,
girando, retrocediendo, o todo eso a la vez, ni de que cambie súbitamente de
plano, distancia, ángulo, foco. Tampoco se sorprende de que la luz esté mutando
en intensidad, color, inclinación.
Simétricamente, las
conversaciones se superponen; ruidos artificiales subrayan o contradicen los
dichos, mientras que súbitas músicas irrumpen, desaparecen o se mezclan en el
audio. Hasta la ficción de la interferencia es un efecto lícito para llenar
completamente la escena.
Pero ¿cuál es la
causa eficiente de esta inflación de los estímulos, de esta incontinencia
desbordada de recursos? El miedo al aburrimiento. Un pánico patológico al
aburrimiento del público. Conjurar el fantasma que produciría la mayor de las
catástrofes: la caída de la atención y de su paralela medición estadística que
ha venido a conocerse con el cotidiano nombre de "rating".
Evidentemente, ya
no se considera posible mantener la atención del público por la simple calidad
de lo comunicado, de lo dicho, de lo mostrado. En lo que se confía es en la
cantidad de los estímulos, en un bombardeo sensorial que exija una atención
forzada.
Un horror al vacío
se ha apoderado de ciertos medios crecientemente abocados a la simulación de un
contenido, confiando en que la catarata de estímulos disimulen la flaqueza de
los argumentos, la falta de intensidad dramática de los guiones o el poco
interés de las noticias.
Como nos ha hecho
saber Jean Baudrillard, la simulación de la realidad, en última instancia, responde
a la necesidad de disimular que no hay nada. Del mismo modo, detrás de los
efectos de cámara, luz y sonido sólo hay más efectos. Si los efectos se simulan
a sí mismos, es para que los espectadores podamos disimular que nos estamos
aburriendo.
Este no es un
problema moral, de buenas o malas intenciones. Sería un error caer en tal
voluntarismo, porque es, ante todo, un problema estructural. Una vez que la
saturación se ha convertido en el estándar de la comunicación, y el éxito del
rating en su medida legitimante, ya no se trata solamente de tener algo que
comunicar, pues hemos aceptado voluntariamente nuestra esclavitud del éxito.
Haberlo transformado en la vara de nuestras decisiones nos hace prisioneros de
su medición y de la estadística, lo que achata el futuro, lo hace previsible y,
precisamente, aburrido.
No es en absoluto
sorprendente, entonces, que el interés por lo comunicado ha dejado de ser el
centro de preocupación del mensaje, para ser ocupado por la atención que éste
pueda conseguir.
Y aunque el sistema
tiene excepciones, está claro que estas sólo tienen posibilidades en tanto se
acepte que la prioridad del éxito pase a segundo lugar.
Si la atención se
convierte definitivamente en una función de los estímulos, entonces estaríamos
ante la voluntaria destrucción de la curiosidad, del interés por lo nuevo, de
la mirada interesada que logra interpretar creativamente la realidad.
No sabemos si la
actual evolución de los medios de comunicación está produciendo este
adormecimiento y sumiendo nuestro aparato sensorial en una pasividad receptiva,
siempre saturada por la aparente riqueza y cantidad de los estímulos que se nos
ofrecen.
Pero, en todo caso, no parece probable que sirva para estimular en las
nuevas generaciones esa mirada curiosa y creativa que da origen a nuevos
enfoques y pensamientos, que quiebra la rutina de lo aprendido para producir la
renovación de las ideas y -¿por qué no?- también de las formas.
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