La invención de la imprenta y el inicio de la era Gutenberg
son antecedentes útiles para comprender el alcance y la magnitud de Internet,
ese invento creado para la comunicación militar de Estados Unidos durante la
Guerra Fría que ahora domina nuestras vidas. Con la llegada de la imprenta
sucedió algo muy importante: se acabó con el monopolio del conocimiento.
Hasta ese momento, el poder estaba en manos de aquellos que
tenían acceso a la cultura escrita, una clase dirigente cuyo dominio se basaba
en el analfabetismo y la ignorancia de la mayoría, incluso sobre textos
sagrados como la Biblia. Años después de esta revolución, Lutero inició su
reforma, un movimiento que acabó con el concepto del poder único.
Lo mismo ha ocurrido con Internet en nuestro tiempo. Resultó
tan fascinante que empezamos a descubrir, uno tras otro, los capítulos
pendientes en la comunicación humana y la Red se convirtió en la panacea de la
libertad personal. Y así, sobre el imperio que se ha ido construyendo con el software inventado por Bill Gates y los suyos,
la batalla tecnológica y estética de Apple y el intento de Steve Jobs por
convertirse en un dictador en su compañía, hemos creado un mundo donde a lomos
de Facebook, Twitter, Instagram y el resto de las redes sociales se ha
producido una contrarreforma que se refleja en el rechazo a la estructura
política y social que gobierna el planeta.
La gran contradicción es que la Red fue en sus orígenes un
invento impulsado con dinero público que un grupo de jóvenes brillantes, desde
los Zuckerberg hasta los Gates, aprovecharon para imponer —según la doctrina
política y social de Estados Unidos— el sacrosanto ejercicio de la libertad
mediante la inviolabilidad de las comunicaciones humanas.
Pero existen otros jugadores que están en esta guerra, no
solo ideológica sino profesionalmente. Me refiero a los tres únicos países que
pueden interrumpir el flujo de Internet. El primero es China, que ha conseguido
crear casi una Administración paralela, de forma que cada avance tecnológico
sea usado como un elemento de control social y cohesión militar.
El segundo es Israel que, desde que recluta a sus jóvenes hackers en
el mundo de los videojuegos, ha desarrollado toda una industria cuyo único
propósito es la defensa y ha sido capaz no solo de desarrollar los más eficaces
cortafuegos en las comunicaciones, sino también los mejores ataques
cibernéticos. Finalmente, está Rusia, que utiliza la Red como una prolongación
más de sus sistemas militares o de inteligencia, usando a los hackers como
agentes capaces de comprar todo lo necesario en la parte oscura del mundo flat de
Internet.
En Estados Unidos, intentar abrir el iPhone de un terrorista
para tratar de obtener información acerca de un atentado en San Bernardino,
California, es una batalla legal de primer orden porque el sistema, lejos de
usar los avances tecnológicos como un elemento defensivo, los emplea, incluso a
riesgo de vulnerar sus propias leyes porque la esencia del sistema es defender
la libertad individual.
Para China, Rusia e Israel el problema es que el uso de la
tecnología está directamente al servicio del Estado y de sus objetivos cívicos
y militares. No hay ningún intermediario, no hay complejos, no hay leyes, no
hay nada.
Sabido es que con un simple ordenador pueden apagarse todos
los semáforos al mismo tiempo o anular el funcionamiento de los aeropuertos de
un país. Estamos en manos del software y es muy importante saber que,
más allá de la cooperación con los gobiernos del mundo libre, hay alguien que
controla la irrupción y desarrollo de esas armas de destrucción masiva que han
transformado el mundo a partir de la creación de Internet.
Estados Unidos fuerza sus leyes cada vez que intenta usar el
sistema en beneficio propio porque está alterando elementos constitucionales de
primer orden. China, Rusia e Israel, por el contrario, no tienen ese problema,
que nos conduce a una guerra vergonzosa, una guerra oculta desde el lado libre,
y una guerra plena sin complejos y sin inhibiciones desde el lado del mundo
considerado como el menos democrático.
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