¿Hasta qué punto merece la pena ser inteligente en un mundo
mediocre y cruel? A mayor inteligencia, mayor consciencia de la calamidad de
especie que somos, capaces de lo mejor pero casi siempre partícipes de lo peor.
Si a una mayor inteligencia le acompaña una mayor sensibilidad,
tenemos ante
nosotros a un depresivo en potencia con tendencia variable al suicidio en
función de su nivel de frustración (o de su capacidad de abstracción a través
de narcóticos y otras drogas que lo hagan más imbécil al reducir su capacidad
intelectual y sensorial).
Federico García Lorca decía que “el optimismo es propio de
las almas que tienen una sola dimensión; de las que no ven el torrente de
lágrimas que nos rodea, producido por cosas que tienen remedio”. De ahí se
deduce que aquellos que dicen que ven el vaso medio lleno no son otra cosa que
unos papanatas que quieren caer bien a quienes les rodean, porque es
políticamente correcto –socialmente obligatorio- no hacer pública nuestra firme
convicción (quienes la tengamos) de que casi todo lo que nos rodea está en
permanente proceso de putrefacción.
Afirmar todo esto es afirmar, pues, que
todo el mundo miente, a no ser que se considere lo suficientemente valiente
como para enfrentarse al duro ostracismo de la marginación social. Mark Twain
también le dio un par de vueltas a este tema, y afirmó: “nadie podría vivir con
alguien que dijera la verdad de forma habitual; por suerte, ninguno de nosotros
ha tenido nunca que hacerlo”. Y quien lo hace está mal visto, con cara de pocos
amigos, como si estuviera siempre de mal humor. Sinceramente, yo prefiero que
me digan que soy serio, incluso que me digan que estoy de mal humor o que tengo
malas pulgas, antes que un optimista papanatas al estilo de nuestro presidente
del gobierno, tantas veces autodeclarado optimista en pro del buen talante (y
porque “no ser optimista es de antipatriotas”).
Pero volvamos al tema inicial. ¿Hasta qué punto merece la
pena ser inteligente en un mundo mediocre y cruel? Muchas veces he escuchado
que a mayor inteligencia, más difícil es ser feliz (lo que quiera que
signifique esto y dando por supuesto que la felicidad es algo que existe).
Personalmente, tiendo a unir la idea de inteligencia y de libertad (en un
sentido absoluto, libertad de ataduras materiales y morales), y
ciertamente estoy de acuerdo con que, cuanto más libre –y por ende, inteligente-
es una persona, más difícil le es no rendirse a la desesperación de saber que
no nacemos con un destino escrito en la sangre ni somos otra cosa más que polvo
de estrellas. La incertidumbre es algo que, si bien ha atormentado siempre al
ser humano, afecta más a personas con alta capacidad intelectual. Ello hace
difícil avanzar en un camino empedrado hacia no se sabe dónde, sobre el cual
cada uno lucha por crearse su propia “misión” vital, es decir, darse un sentido
a su propia existencia. Nos empeñamos en creer que la existencia tiene un
sentido, y nos cuesta aceptar que no hay ninguna razón por la el que universo
tenga que funcionar. Sólo así se explica que haya tanta gente que se crea
fielmente algo, por ridículo que sea, y se una acérrimamente a él como si la
vida le fuera –que le va- en ello (religión, política, trabajo, equipo de
fútbol… la lista de “fes” es interminable desde el comienzo de la historia).
La mente humana no está preparada para aceptar la
incertidumbre que existe, consecuencia de su incapacidad para comprenderlo
todo. Necesita un guión, un mapa que la oriente, y cuando no puede dárselo a sí
misma, ruega, suplica que alguien se lo dé escrito de antemano. De ahí nace el
peligro de no creer en nada (que es el mismo que el del extremo opuesto, creer
ciegamente en algo), porque quien no cree en nada, no tiene nada que perder, es
decir, que está dispuesto a todo por nada. Lo único que nos dice que somos más
que nuestro vecino del 6º es nuestro ego, que se esfuerza por hacernos creer
que somos diferentes, que sentimos o pensamos de manera especial. Nuestra mente
no puede aceptar que somos iguales que el de al lado, que tenemos las mismas
necesidades, que nos comportamos básicamente igual, que nacemos y morimos de
manera igualmente traumática.
La gente a nuestro alrededor está perdida; hay
quienes consiguen aplacar el nervio de su desconsuelo en base a algo que le
proporciona calma o le ordena la conciencia: dinero, amor, trabajo… Pero en
algún momento de su vida, todo el mundo se siente desnudo, tembloroso por el
frío de una existencia desamparada en la que nos negamos a admitir que nada
tiene sentido más allá de aquél que nosotros mismos le damos en función de
nuestras creencias o nuestras necesidades.
Todo esto no quiere decir que no merezca la pena moverse por
algo, ni mucho menos vivir como plantas esperando el día del juicio final.
Simplemente es una cura de humildad para el ser humano, autoproclamado Dios de
los seres vivos que se ha auto-otorgado un destino en el universo y por lo cual
dispone a su voluntad de todos los recursos de un planeta, incluidos los
animales.
Quizás no sea el mejor de los tiempos para decir esto, pues corro el
riesgo de que se confunda mi voluntad con la de frenar las aspiraciones
rebeldes de una especie que desde hace 20 años vive sin ideales, arrastrado por
la marea neo conservadora y en clara regresión hacia tiempos pretéritos. Si el
siglo XX se caracterizó por la lucha entre ideales (por cruenta que fuera), el
siglo XXI difícilmente podrá ser adjetivado con un atributo positivo.
Por el
momento, tenemos: infantilización general de la sociedad, pasión por el consumo
de cosas materiales que sustituye a la pasión por cosas no materiales, ausencia
de ideales, ausencia de moral, ausencia de futuro y de pasado, eterna mediocridad
de lo presente, agonía del pensamiento y sustitución de éste por el consumo de
ilusiones de realidades falaces que proporcionan un placer transitorio pero que
a la larga sólo aumentan nuestra frustración... Ante esto me parece que el que
se permita hablar hoy de optimismo es un cretino, porque como decía Gramsci,
muchas veces el optimismo no es más que una manera de defender la pereza
propia, la irresponsabilidad, la voluntad de no hacer nada. Es también una
forma de fatalismo y de mecanicismo. Se espera en los factores ajenos a la
propia voluntad y laboriosidad, se los exalta, y la persona parece arder en
ellos con un sacro entusiasmo. Y el entusiasmo no es más que una externa
adoración de fetiches.
La irresponsabilidad ante la presente mediocridad es un
fallo angular en el pensamiento de la sociedad actual. Pero también es cierto
que resulta difícil sentirse responsable, es decir, sentirse concernido y
dispuesto a luchar contra la mediocridad, cuando se carece de referentes y
desde todos los frentes de poder se envían señales de que lo mejor que puede
hacer uno es quedarse en casa a esperar la muerte y dar las gracias por la
aparente estabilidad de nuestra vida, aunque ésta sea triste y monótona. Yo
quiero luchar, y estoy seguro de que existe una gran masa crítica dispuesta a
ello, aunque muchas veces resulta cansado porque en la confusión de los tiempos
le cuesta creer firmemente en algo y a veces parece no creer en nada.
Pero
también considero que siempre es un primer paso el hecho de tener claro qué es
lo que no queremos, y tener la voluntad de luchar contra ello. Porque como dice
Eric Fromm, el acto de desobediencia como acto de libertad, es el comienzo
de la razón. Ahí está la clave.
Mientras busco algo en lo que creer, ¿alguien me puede
exponer una defensa del optimismo, aunque sea tímida?