Recuerdo que era todavía un adolescente cuando cayeron en mis manos las obras completas de William Shakespeare. Vienen a mi memoria, aquel hondo impacto que me causaron cada uno de sus personajes y sus tramas y la viva emoción con que las leí. ¿Por qué? Porque es un autor sumamente sugerente, que invita al lector a pensar, a reflexionar sobre temas profundos, como son: el sentido de la vida, las pasiones humanas, los conceptos del bien y del mal, la muerte, el Más Allá...
Desde luego, no se
trata de un autor más entre los muchos escritores, sino de un gigante de la
Literatura Universal de la talla de Miguel de Cervantes Saavedra; del Dante y
su “Divina Comedia”; de Homero con su “Ilíada” y “La Odisea”; de Thomas S.
Eliot con su magistral obra poética “La Tierra Baldía”, quien aporta las claves
de la crisis de valores de nuestra cultura; de Charles Dickens, quien a través
de sus obras despertó la conciencia social de millones de ingleses de varias
generaciones; de Alexandr Solzhenitsyn, quien descubrió al mundo occidental el
verdadero rostro de la extinta Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, etc.
¿Por qué resulta
fascinante la lectura de Shakespeare? Porque explora la conciencia humana hasta
límites nunca antes abordados en el quehacer literario. Desglosa asombrosamente
las diversas facetas que tienen la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira,
la gula, la envidia, la pereza...
Por ejemplo,
resulta estremecedora su obra “Macbeth” en la que los esposos protagonistas van
cometiendo una serie de crímenes, mediante engaños, hasta que –con las manos
manchadas de tanta sangre derramada– comienzan a perder la lucidez y el
equilibrio mental.
El autor inglés demuestra cómo el ser humano tiene la
funesta capacidad de hacer el mal hasta límites insondables.
Si alguien dijera
que “Shakespeare resulta ya obsoleto”, sin duda, sería una afirmación
desacertada, porque tan sólo en su obra “Hamlet” en que el joven protagonista
sufre y se enfrenta a una serie de graves sucesos y desencantos, en su
desesperación, se plantea una frase que ha permanecido a lo largo de los
siglos: “Ser o no ser. Ésa es la cuestión”. Es decir, si existen la maldad y
los engaños, entonces, ¿qué sentido tiene la vida humana? ¿Hay alguna razón por
la que valga la pena existir?...
La misma cuestión fue
planteada en el siglo pasado, cuando la humanidad se enfrentó a dos terribles
Guerras Mundiales y sobrevino en la población un estado generalizado de
tristeza, pesimismo y hartazgo de vivir y que desembocó en la “Filosofía
Existencialista”, como por ejemplo: el pensamiento de Jean Paul Sartre, quien
afirmaba: “el hombre es una pasión inútil” y “el infierno, en realidad, son los
demás”; Martin Heidegger, filósofo alemán que sostenía que
“el-hombre-es-un-ser-para-la-muerte”; el escritor francés Albert Camus
aseveraba que no se podía vivir con esperanza, ilusión ni alegría porque –en su
particular visión trágica de la vida– el hombre es un ser intrínsecamente
perverso y había que explicar antes las raíces profundas del mal. Así lo
expresa en sus obras: “La Peste” y “El Extranjero”.
Por otra parte,
William Shakespeare sigue siendo fuente de inspiración para novelistas, poetas,
autores de obras de teatro, escritores de guiones de cine y series de
televisión. Fue tal su genialidad, que sus obras de teatro se siguen
presentando con éxito; algunas han sido convertidas en piezas de ópera; y, en
definitiva, perviven muchas de sus frases y conceptos en la cultura de nuestro
tiempo.