“Un hombre no es desdichado a causa de la ambición, sino
porque ésta lo devora”, Montesquieu
La ambición está hecha del mismo material con el que se
tejen los sueños.
Nos impulsa a fijarnos metas que nos ilusionan y retos que,
a priori, parecen imposibles de alcanzar. Es un poderoso motor que
desafía la lógica y la razón.
Quienes se atreven a darle rienda suelta, son capaces de
cambiar su realidad y sus circunstancias. No en vano, es un poderoso
agente de transformación. Y nos puede aportar muchas cosas positivas. Alimenta
nuestro espíritu de superación, el inconformismo y la capacidad de soñar a lo
grande.
Nos invita a ir más allá de nosotros mismos, despertando nuestro afán competitivo.
Incluso puede enseñarnos a ser más humildes.
Sin embargo, por lo general goza de una dudosa reputación.
Especialmente debido a las compañías que frecuenta. Entre sus relaciones
habituales se encuentran la codicia, la insatisfacción y el propio
interés; cuyos venenosos consejos nos pueden arrastrar a lugares sombríos.
Sin duda, podemos afirmar que la ambición tiene dos caras.
Su rostro luminoso nos lleva a brillar, y su lado oscuro nos conduce al
más profundo de los infiernos. De ahí la importancia de aprender a
gestionarla lo mejor posible.
Todos conocemos sus cantos de sirena, y
dependiendo de cómo la interpretamos, cedemos a sus impulsos o nos resistimos
estoicamente a su sugerente canción.
En cualquier caso, es innegable que tiene un importante
impacto en nuestra vida, ya sea por exceso o por defecto.
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