Para su desgracia y
para nuestra fortuna, también Antonio Machado representa bien la España
quebrada en el 39. “Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au
dessus de la mêlée”, escribió en plena guerra en su Juan de Mairena,
pese al carácter despeinado de sus anotaciones, uno de los grandes títulos de
la filosofía española del siglo XX.
Él estuvo a la altura, como hombre y como
escritor, y su tumba en Francia es el recordatorio del precio que paga por su
decencia la gente decente
.
Tal vez por eso
nunca debería moverse de allí, donde la fundación que lleva su nombre mantiene vivo su
recuerdo, donde cada 22 de febrero los exiliados, los supervivientes, los
vecinos y los alumnos de la universidad de Perpiñán -animados durante años por
el impagable Jacques Issorel- celebran al poeta, leen sus versos y meriendan lo
que cada uno se lleva de casa, sin mayor ceremonia, sin los disfraces de la
oficialidad.
Hasta aquella tumba
peregrinaron en 1959 los escritores de la generación del medio siglo. Jaime Gil de Biedma, Carlos
Barral, Blas de otero, José Ángel Valente, José Manuel Caballero Bonald o Ángel
González vieron en el autor de Campos de Castilla un referente
ético y estético, un poeta civil que supo ser las dos cosas, poeta y cívico.
Simbolista y
realista, elegíaco y materialista, descreído y enamorado, bueno en el buen
sentido de la palabra bueno, en el sentido machadiano de la palabra
bueno,
Antonio Machado estuvo a la altura de las circunstancias.
Es
posible que España, signifique eso lo que signifique, esté algún día a la
altura de Antonio Machado.
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