Quizás la empatía social es la que más cuesta,
porque estamos “programados” para activar nuestro mecanismo de alerta ante la
diferencia por muy pequeña que sea ésta. Y es que somos frágiles a los
cambios pero flexibles a la adaptación.
Esto último puede parecer un tanto contradictorio, ¿verdad?
Pero si reflexionamos sobre ello mediante un hecho cotidiano adquirirá su lógica:
llegamos al trabajo y nos han cambiado de compañero, ¡Alerta, diferencia! No
sabemos cómo trabaja, ni su ritmo, ni sus habilidades, etc… Pero día a día lo
vamos conociendo, vamos respetando su manera de trabajar y él la nuestra.
Sucede lo que se denomina adaptación y se crea una empatía hacia la forma de
trabajar de ambos.
En cambio, si éste nuevo compañero presenta una discapacidad
la alerta ante la diferencia suele ser mayor. Lo primero que se piensa no es el
modo en el que trabajará ni las costumbres que tendrá sino, por lo general,
surgen prejuicios sociales incrustados en la sociedad como es: ¿será
capaz de realizar el trabajo? ¿Cómo lo va hacer? Por lo que el proceso de
adaptación mutuo se presenta más complicado y lento.
“La inclusión social significa integrar a la vida
comunitaria a todos los miembros de la sociedad, independientemente de su
origen, condición social o actividad. En definitiva, acercarlo a una vida más
digna, donde pueda tener los servicios básicos para un desarrollo personal y familiar
adecuado y sostenible”, dice.
Bajo esta premisa resalta la importancia de
distinguir la inclusión social del asistencialismo. “Ciertamente, son
necesarios algunos programas de reducción de pobreza o de asistencia directa,
pero estos solo paliarán problemas, y deben ser temporales y rápidos, ya que
tienen el riesgo, si se eternizan, de institucionalizar la mendicidad,
atrofiando las capacidades de emprender de
los ciudadanos”.
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