Cada uno de nosotros puede imaginarse a un hombre y puede
también pensar en el hombre.
Imaginarse a un hombre significa referirse necesariamente a
su porte, color, manera de ser, etc.; cuando imaginamos a un hombre
necesariamente lo individualizamos, nos referimos a un hombre determinado, con
características individuales, propias. Para ello nos servimos de las imágenes.
Para pensar en un hombre “No” nos preocupamos si es alto,
bajo, gordo, blanco, negro. Al pensar en el hombre tomamos solamente en cuenta
las características comunes y profundas, caracteres que son aplicables a todos
los hombres, en el pensar del hombre se opera con ideas y conceptos.
La
diferencia entre imaginar y pensar deriva del hecho de que en el primer caso
operamos con imágenes y en el segundo lo hacemos con conceptos (el concepto es
un contenido de la conciencia, fruto de abstracción y generalización.
La formación de conceptos en el niño tiene lugar ya en los
primeros años. De una vaga comprensión de la situación global, el niño pasa a
la aprehensión gradual de las semejanzas y diferencias existentes en las cosas
o situaciones concretas.
Entre los dos y los cuatro años se elevan del nivel
concreto al nivel abstracto. Cuando el niño es capaz de expresar verbalmente lo
referente a los objetos o personas que lo rodean, utiliza ya conceptos
abstractos.
Naturalmente que el niño en este periodo de su vida utiliza
conceptos simples. La capacidad de operar con conceptos más complejos, como ser
conceptos científicos, matemáticos o filósofos, aparece más tarde con la mayor
madurez y la mayor experiencia. Esto tiene lugar en la adolescencia, aunque
numerosos psicólogos sostienen que dicha capacidad ya aparece a los ocho años en
el niño normal.
Ciertos conceptos abstractos son difíciles de ser captados
por el niño. Así el concepto del tiempo lo capta difícilmente. La aprehensión
de este concepto esta penetrado de afectividad. El tiempo que transcurre
agradablemente es corto para el niño, mientras es largo si lo pasa con
desagrado.
La relación entre causa y efecto no la capta el niño ni sabe aplicar
principios generales a situaciones específicas.
Solo alrededor de los siete u ocho años, el niño empieza a
captar las relaciones entre causa y efecto. Con el desarrollo mental el niño
comienza también a evaluar sus propias acciones y a juzgar el punto de vista de
otras. Comienza a formular sus propias afirmaciones sobre los hechos reales y presenta
argumentaciones cada vez más lógicas. A los once o doce años, el niño comienza
el raciocinio deductivo y muestra la capacidad de formular y criticar las
hipótesis.
En general la experiencia ha demostrado que el niño que se
muestra inteligente a esta edad, si conserva su salud, se mantendrá con igual
capacidad en la adolescencia y en el periodo de la juventud y de la madurez.
La llegada de la adolescencia se caracteriza por dos aspectos
desde el punto de vista del desarrollo intelectual.
La inteligencia del adolescente se concentra sobre
determinados problemas.
Eso permite descubrir en el adolescente los intereses
particulares que juegan un papel muy importante en la orientación vocacional y
profesional del joven.
Además es el periodo dialéctico en
la vida del muchacho donde exige las razones del de todo, es la edad razonadora
por excelencia. En este periodo el adolescente capta también con claridad la
noción de la ley.
La creatividad hace referencia a esa capacidad innovadora
del hombre que no surge de una deducción matemática o lógica.
En los niños de seis a ocho años se les puede educar y
enseñar a tener cierta originalidad y a no conformarse con lo típico.
Los ejercicios para estimular la creatividad se basan en
propuestas de carácter abierto, permitiendo multiplicidad de respuestas, y los
padres debemos aceptar preguntas divergentes y curiosas y admitir nuevas ideas.
Resolviendo de muchas maneras diferentes los problemas
facilita el pensamiento productivo frente al reproductivo o repetitivo.
Que el pensamiento es creativo quiere decir que construimos
nuestra realidad de acuerdo a nuestros pensamientos y creencias. Estos
pensamientos básicos se forman en la primera infancia, en el nacimiento e
incluso en la vida intrauterina.
Por eso la búsqueda, identificación y
reconocimiento amoroso de los pensamientos y creencias es básico para la
transformación de nuestra realidad.