Pregunta usted si sus versos
son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes ha preguntado a otros. Lo envía usted a
revistas. Los compara con otros poemas, y se intranquiliza cuando ciertas
redacciones rechazan sus intentos. Ahora bien (puesto que usted me ha permitido
aconsejarle), le ruego que abandone todo eso.
Mire usted hacia fuera, y
eso, sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle,
nadie. Hay sólo un único medio. Entre en usted.
Examine ese fundamento que
usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más
profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de
escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir?
Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de
ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con
un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad:
su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y
un testimonio de ese impulso.
Entonces, aproxímese a la
naturaleza. Entonces, intente, como el primer hombre, decir lo que ve y lo que
experimenta y ama y pierde.
No escriba poesías de amor; apártese ante todo de
esas formas que son demasiado corrientes y habituales: son las más difíciles,
porque hace falta una gran fuerza madura para dar algo propio donde se
establecen en la multitud tradiciones buenas y, en parte, brillantes. Por eso,
sálvese de los temas generales y vuélvase a los que le ofrece su propia vida
cotidiana: describa sus melancolías y deseos, los pensamientos fugaces y la fe
en alguna belleza; descríbalo todo con sinceridad interior, tranquila, humilde,
y use, para expresarlo, las cosas de su ambiente, las imágenes de sus sueños y
los objetos de su recuerdo.
Si su vida cotidiana le
parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no es
bastante poeta como para conjurar sus riquezas: pues para lo creadores no hay
pobreza ni lugar pobre e indiferente.
Y aunque estuviera usted en una cárcel
cuyas paredes no dejaran llegar a su sentido ninguno de los rumores del mundo,
¿no seguiría teniendo siempre su infancia, esa riqueza preciosa, regia, el
tesoro de los recuerdos? Vuelva ahí su atención.
Intente hacer emerger las
sumergidas sensaciones de ese ancho pasado; su personalidad se consolidará, su
soledad se ensanchara y se hará una estancia en penumbra, en que se oye pasar
de largo, a lo lejos, el estrépito de los demás. Y si de ese giro hacia dentro,
de esa sumersión en el mundo propio, brotan versos, no se le ocurrirá a usted
preguntar a nadie si son buenos versos. Tampoco hará intentos de interesar a las
revistas por esos trabajos, pues verá en ellos su amada propiedad natural, un
trozo y una voz de su vida. Una obra de arte es buena cuando brota de la
necesidad. En esa índole de su origen está su juicio: no hay otro.
Por eso, mi distinguido
amigo, no sabía darle más consejo que éste: entrar en sí mismo y examinar las
profundidades de que brota su vida: en ese manantial encontrará usted la
respuesta a la pregunta de si debe crear.
Tómela como suene, sin interpretaciones.
Quizá se haga evidente que usted está
llamado a ser artista. Entonces, acepte sobre sí ese destino, y sopórtelo, con
su carga y su grandeza, sin preguntar por la recompensa que pudiera venir de
fuera. Pues el creador debe ser un mundo para sí mismo, y encontrarlo todo en
sí y en la naturaleza a que se ha adherido.
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