Todos nos sentimos
atormentados en algún momento por alguna decisión a tomar: seguir en una relación o no,
renunciar al trabajo, casarse, tener un hijo, etc.
En otras ocasiones, sabemos lo que tenemos que hacer (dejar
de tomar, salir más a menudo y conocer gente, comer más saludable, establecer
relaciones más íntimas) pero no nos decidimos, es decir, no nos comprometemos a
nosotros mismos a hacerlo.
A veces nos damos cuenta que nuestra forma de ser
nos está perjudicando (dejamos las cosas para después o trabajamos demasiado,
somos poco cariñosos o demasiado exigentes) pero no sabemos cómo hacer el cambio.
Esta
lucha interna e indecisión es dolorosa y extenuante. Lo peor es que
retrasa nuestro crecimiento y nos paraliza. La decisión que dejamos para
después, siempre regresa a mordernos, de una forma u otra.
Tomar decisiones puede ser doloroso porque estamos
renunciando a todo lo demás, y a veces esto ya no regresa. Aunque parezca
precipitado decirlo, mientras más limitadas tenemos las opciones, más nos
acercamos al final de nuestra vida.
Nadie quiere acercarse al final de la
existencia, por eso, a veces inconscientemente evitamos decidirnos. Cuando
tenemos 18 años tenemos un mundo de posibilidades y opciones, al llegar a los
60 años tenemos menos decisiones cruciales que tomar. Hay quienes evitan tomar
decisiones para aferrarse a la ilusión que las posibilidades siguen siendo
ilimitadas. No queremos renunciar
a ese mundo de opciones. Tomar una decisión siempre implica un
coste de oportunidad.
Aristóteles daba el ejemplo de un perro hambriento al que se
le presentaban dos platos de comida igualmente exquisitos, sin poder decidirse,
sigue hambriento y “muriéndose de hambre”.
Se nos hace tan difícil decidir porque a
nivel inconsciente nos negamos a aceptar las implicaciones de renunciar.
Si lo vemos de esa forma, en nuestra vida vamos de una renuncia a otra,
renunciamos a todas las demás parejas, renunciamos a todos los otros trabajos,
renunciamos a todos los otros lugares de vacaciones cada vez que decidimos.
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