Hay una clara relación entre educación y pobreza. Los grupos
sociales más pobres son los que menos educación han recibido y los que tienen
más dificultades para acceder a ella y a sus beneficios. Pero no son los
únicos, porque sucede lo mismo con cualquier otra diferencia que genera
marginación, como la debida a la raza, el género, la cultura, la religión o las
aptitudes físicas o intelectuales.
Por unos motivos o por otros, aunque el derecho a recibir
educación es universal hay múltiples diferencias y desigualdades que lo
dificultan o que impiden ejercerlo. Cuando se habla de igualdad de
oportunidades educativas, se está hablando de disponer las cosas o tomar
medidas para que esto no suceda.
Se puede considerar que hay igualdad de oportunidades cuando
todas las personas tienen las mismas posibilidades educativas. En este sentido,
se puede hablar de cuatro tipos de igualdades: de acceso, de supervivencia, de
resultados y de consecuencias educativas. La primera mide la probabilidad de
que una persona ingrese en el sistema educativo, por lo general en una escuela.
La segunda mide la probabilidad de encontrar a esa persona en un determinado
nivel del sistema escolar, por ejemplo en la educación secundaria o en la
educación superior.
La igualdad de resultados se refiere a la probabilidad que
tienen los individuos de distintos grupos sociales o con distintas
características de tener el mismo rendimiento, por ejemplo, de obtener los
mismos resultados en el examen de acceso a la Universidad o en las pruebas
PISA. Finalmente, la igualdad de consecuencias indica la probabilidad de
que aquellos que obtienen resultados escolares similares accedan a trabajos de
estatus parecidos y con salarios análogos.
Dicho de otra forma, hay igualdad de oportunidades cuando
todos tienen las mismas probabilidades de ingresar en el sistema educativo,
mantenerse en él, aprender lo mismo y obtener los mismos beneficios de lo
aprendido. Por ejemplo, si los alumnos de los programas de formación
profesional básica proceden mayoritariamente de las clases menos favorecidas o
los resultados que se obtienen en las pruebas de evaluación externa son
claramente diferentes en los colegios privados y en los públicos, parece claro
que las oportunidades no han sido las mismas; o que, siéndolo, no se han podido
aprovechar de la misma manera.
Paradójicamente, para aproximarse a la igualdad de
oportunidades deben introducirse desigualdades en el sistema educativo; esto
es, hay personas y colectivos que deben recibir un trato distinto: recibir más
atención, disponer de profesores especializados, tener acceso a ciertas
tecnologías, desarrollar currículos adaptados, estar exentos de algunas
exigencias horarias o de contenidos… Son lo que se conoce como medidas
compensatorias, encaminadas a equilibrar la balanza o reducir las desventajas
en la consecución de un objetivo común; por ejemplo, la obtención del título de
secundaria. Se piensa que, así, los alumnos reciben un trato equitativo; pero
no es cierto, porque muchas de estas medidas no son equitativas sino
igualitarias.
Según los diccionarios, la equidad consiste en la aplicación
del derecho natural por encima del derecho positivo, de la ley escrita. También
se refiere al trato diferenciado que, para suprimir la injusticia, se aplica a
los individuos, de acuerdo con sus circunstancias y características.
En
educación, según la UNESCO, la equidad implica educar de acuerdo a las
diferencias y necesidades individuales, sin que las condiciones económicas,
demográficas, geográficas, éticas o de género supongan un impedimento al
aprendizaje.
Esto parece claro, pero la equidad, en la práctica, tiene
muchas interpretaciones. Por ejemplo, se considera que un sistema educativo es
equitativo cuando dedica más recursos y atención a los alumnos más necesitados,
que son aquellos que tienen más probabilidades de fracasar en la escuela; sin
embargo, dentro de esta categoría de alumnos con riesgo de fracaso escolar,
también podríamos incluir a los alumnos de altas capacidades, los llamados
superdotados, porque tienen más dificultades para adaptarse que otros cuando se
les somete a la enseñanza reglada. Sin embargo, no es habitual que estos
alumnos reciban un trato diferente.
Se considera equitativo que los alumnos con más dificultades
reciban más atención para no fracasar en la escuela, pero no suele plantearse
que lo realmente equitativo para algunos alumnos sería educarse fuera de la
escuela, en otro sistema, de otra manera.
Si cambiase nuestro concepto de fracaso
escolar también cambiaría nuestra percepción de lo que es o no
es obrar con equidad.
Porque, en este momento, aunque las escuelas sean
inclusivas, en todas ellas se imparten las mismas asignaturas y se desarrollan
los mismos currículos oficiales, desatendiendo enseñanzas que podrían ser
enormemente valiosas para muchos alumnos. Y esto de igualar las escuelas, para
que en todas ellas se enseñe lo mismo y se puedan obtener los mismos
resultados, puede que nos acerque a cierto tipo de igualdad de oportunidades
pero, desde luego, no educa de acuerdo a las diferencias y necesidades
individuales.
Hay igualdad de oportunidades cuando se juega a la lotería y
todos tienen un boleto, pero no la hay en una carrera de resistencia o de
velocidad, por mucho que todos puedan participar en ella. Y el sistema
educativo actual es claramente competitivo, aunque se disfrace de maratón
popular o de carrera solidaria.