Los tentáculos del patriarcado no sólo succionan e inmovilizan a la mujer en una posición determinada del organigrama vertical de género, sino que encasillan, como consecuencia, también al hombre. Quizá puede pensarse, y se tendrán grandes dosis de razón superficial, que su situación es de privilegio, si consideramos el ejercicio de dominio como una circunstancia positiva. No obstante, la dominación, aunque a corto plazo pueda resultar beneficiosa para el poderoso y dañina para el desposeído, es un fenómeno maligno bidireccional.
Los
imaginarios creados por el patriarcado vinculan tanto a la mujer como al
hombre, aunque en graduaciones diferentes. A la simplificación y asignación de
roles (que afectan por igual), las mujeres han de sufrir la estigmatización,
circunstancia de la que los hombres tienen la lógica oportunidad de librarse
por situarse en el pedestal jerárquico. No obstante, como digo, los roles
impuestos afectan a ambos sexos, y no precisamente de forma emancipadora. Si
bien la mujer ha de ser sumisa y débil, el hombre ha de ser dominante y fuerte.
A priori, los hombres pueden pensarse beneficiados por este reparto cultural de
papeles. Sin embargo, la dominación y la fortaleza son armas de doble filo que
empobrecen su capacidad de relación social.
Los
hombres, desde su infancia, crecen en la creencia de que mostrar algún signo de
empatía o sentimentalismo supone ausencia de virilidad. Llorar en público,
abrazar o besar a un amigo, no poseer destrezas deportivas, jugar con muñecas,
vestir alguna prenda color rosa, no tener una complexión atlética o mostrar
simpatía hacia los animales o hacia canciones románticas, por citar algunos
comportamientos o aficiones, es sancionado en base a una supuesta pérdida de la
masculinidad (cuyo germen es la penalización de la homosexualidad y la
atribución de fragilidad femenina), eliminando o alterando la identidad del
niño.
Estos imaginarios sociales se perpetúan durante gran parte de la vida del
hombre -si no toda-, afectando a su capacidad de amar y a su creatividad.
Generan tabúes, limitaciones a la libertad. Las representaciones que difunde el
patriarcado -y que soportan tanto mujeres como hombres- empobrecen las
interacciones entre ambos sexos y entre iguales. Si el sistema concibe una
dicotomía entre el Bien (el hombre) y el Mal (la mujer), todo aquel comportamiento
asociado a la mujer alejará al hombre de sí mismo, es decir, del Bien.
Además,
el Estado posee los mecanismos necesarios para beneficiarse de los roles de
género masculinos en su autodefensa. La propaganda militar o policial se nutre
de valores ya existentes en la sociedad -la virilidad como sinónimo de
gallardía y como antónimo de feminidad- para cumplir el primero de sus
propósitos: persuadir al hombre común de que debe ir a/apoyar la guerra.
Los
diez mandamientos de la propaganda de guerra de Lord Ponsonby, que pueden
resumirse en todo
lo que haga yo está bien y todo lo que haga el enemigo está mal,
finalizaba con un recurrente “los que ponen en duda la propaganda de guerra son
unos traidores”. Es decir, quien contravenga las leyes de la masculinidad será
una mujer y, por tanto, será una traidora. El honor, la valentía, el
patriotismo, el orgullo, etcétera, son valores que pueden practicar tanto
hombres como mujeres, pero serán los primeros quienes lo adopten como
característica innata, y aquellas mujeres honorables o valientes habrán
adoptado roles viriles -y tendrán que comportarse como tal, reprimiendo sus
sentimientos y su identidad-.
Así, se
repite necesario hacer pedagogía feminista para evitar caer en la maniquea
percepción de la guerra entre sexos (concepción habitualmente compartida entre
los hombres y comprender que el enemigo a batir es un fenómeno cultural,
no biológico, y que la lucha en defensa de la igualdad de género no es un acto
solidario del hombre hacia la mujer, sino un frente común de afectación
general.