Se ha escrito y dicho tanto en torno al tema del “diálogo”
venezolano que siento que no quedan cosas por decir.
Sin embargo, me siento en la obligación de recalcar que,
para que entre dos partes enfrenadas se produzca un intercambio de cualquier
género, es necesario que exista voluntad legítima de dialogar de parte de los
dos lados de la ecuación.
Lo que suena como una perogrullada no lo es tanto. En la
esencia misma de dialogar está no en que exista coincidencia en ninguno de los
elementos que conforman la agenda misma de las tratativas, sino que ambas
partes acudan a tratar de analizar las diferencias con voluntad sincera de
resolver los entuertos y no para cumplir con un ritual, para dar satisfacción a
terceros, o para salirse de la suerte a través de un ejercicio engañoso de
dilación.
Ello envuelve una disposición a escuchar los argumentos de
quien se sienta del otro lado de la mesa y una inclinación legítima a efectuar
concesiones para que se produzca algún género de acercamiento. De resto, la
tarea de dialogar, de entrada, es estéril.
Del lado de la oposición venezolana, después de haber tenido
que soportar de parte de quienes tienen el garrote gubernamental los excesos e
ilegalidades y las francas humillaciones que se han dado en las últimas semanas
y meses en torno al manejo del hecho electoral y refrendario es claro que tal
voluntad existe.
Por el lado del gobierno, lo único que parecería estar claro
es que su única motivación para sentarse con la oposición a conversar sobre el
estado de cosas en el país proviene de que la degradación nacional ha estado
produciendo una acelerada toma de conciencia colectiva dentro y fuera de
nuestras fronteras.
Esta degradación es tan grande que cada vez se ven más
señalados como los artífices de un desastre que tiene componentes de
ineficacia, de ineficiencia, de irrespeto de las normas legales y de las
convenciones y, además, de corrupción. Todo lo anterior se paga, más tarde o
más temprano, y es esa realidad la que los está obligando a mirar de frente al
adversario y a dialogar.
A quienes les toca servir de promotores, de facilitadores o
de garantes de un proceso de la naturaleza del venezolano estos conceptos
anteriores deben estar muy claros para que el ejercicio no se transforme en una
comedia que no es útil sino a los fines de ganar tiempo al gobierno y de, una
vez más engañar a quienes nuestros temas no son tan familiares ni tan
comprensibles por muy grande que sea su disposición a ayudar.
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