En estos últimos doscientos años se produjo en el mundo un
avance del conocimiento científico y tecnológico jamás visto antes, que
permitió al hombre un dominio de la naturaleza y hasta del espacio y una
prosperidad material que lo embarcó en un progreso que pareció de alcance
indefinido.
Así, se fue instalando la mentalidad de una sociedad
mecanizada, impulsada siempre hacia una mayor producción y un mayor consumo,
con el ideal de una burocracia y una planificación computarizadas que
aseguraran eficiencia, placer y confort para todos.
Una mentalidad economicista invadió todos los aspectos de la
vida e impuso un criterio según el cual la exclusión social, el hambre, la
injusticia y las “diferencias irritantes”, cuando se dan, no son más que
efectos de “las leyes inevitables de la economía” a las que no cabe sino
someterse. Y una globalización deshumanizante pretendió, como una aplanadora
cultural, unificar y homogeneizar todos los sistemas de vida y todas las
diferentes modalidades regionales.
Pero aquella pretendida “economía del bienestar” para
todos fracasó y no pudo evitar los males de la guerra, el narcotráfico, el
hambre y la inseguridad. Y mientras los robots se fueron pareciendo cada vez
más a los hombres, éstos más bien se fueron robotizando y su alimento mental
pasó a ser la televisión y el mundo digital. No es de extrañar, pues, que la
modalidad cultural predominante genere hoy un “vacío existencial”, ya que,
según la expresión nada menos que de una autoridad mundial como Samuelson, “la
economía es una ciencia triste”.
El concepto de pueblo
Ya que la palabra “pueblo” transcurre permanentemente al
tratar estos temas, su esclarecimiento facilitará la comprensión de los
conceptos que siguen.
La noción de “pueblo” se la puede entender como equivalente
a la de “nación” o se la puede concebir como equivalente a la de “pobre”.
Según el primer significado, se trata de una población que
comparte un estilo de vida (una cultura) y un proyecto político, con una ética
(sistema valorativo) que le da sentido a su búsqueda del bien común. Es una
formación histórica original y concreta, con una geografía local (“la tierra”)
y una tradición. De modo que, si bien posee su unidad política, lo que une al
pueblo es un ethos, un conjunto de valores compartidos en una relación de
iguales (fraternidad). Por tanto, la esencia de una nación es su cultura
(praxis popular, sistema de vida, valores).
La otra significación es la de pueblo “pobre”, oprimido por
el sistema. Pero hoy se opta por una más abarcativa, de tal manera que “toda la
población es pueblo”, y si bien no todos los ciudadanos son pobres, todos los
pobres tienen la dignidad de ciudadanos. Aquí precisamente se pone de
manifiesto la patología que supone la marginalidad: la situación inhumana de
que algunos (los pueblos pobres y los pobres de los pueblos) sobrevivan en la
periferia de la sociedad y de la historia universal o simplemente se los
excluya o expulse. En este caso, el proceso de liberación de un pueblo
implicaría alcanzar su justa autodeterminación.
Como sabemos, los males del sistema tecnocrático
inevitablemente debían desembocar en un fracaso rotundo que desalentó todas las
expectativas que se habían sembrado. Todo llevó en el orden social a una
creciente pauperización, la pobreza devino estructural y se vio amenazada la
supervivencia de los desposeídos. La brecha entre países ricos y países pobres
se hizo cada vez mayor, y dentro de los países se extremaron las diferencias
entre ricos y pobres.
Y así, en esas circunstancias, tuvo lugar un proceso que
resulta una novedad histórica y que algunos autores denominan “la irrupción del
pobre”1 y, como respuesta a ella, “la opción preferencial por los pobres”.
Dicho proceso consiste en que grandes multitudes de Asia, África (“el
continente más rico del mundo”) y América del Sur hacen oír su voz e interpelan
al sistema vigente. Se trata de un fenómeno esencialmente cultural en el que el
pobre es llevado a trascender las “leyes” del mercado y movido a la solidaridad
ante la crisis del sistema.
Aquí nos referiremos al fenómeno latinoamericano que nos
incumbe, pero sabemos que sus rasgos esenciales son de carácter universal. En
esta nuestra irrupción hay algo esencial a lo humano, de profundidad
insuperable: un testimonio de la dignidad del pobre. Esta valoración se encarna
en culturas diversas y ellas poseen sus rasgos particulares, pero mutatis
mutandis responde a la esencia de la humanidad y sirve para todos y para
siempre.
Y hoy muchas organizaciones populares responden a una
actitud comunitaria que no siempre la clase política logra comprender.
Se trata de un proceso a veces clamoroso, a veces silente. Y
no es una ideología: es una cultura surgida de una experiencia histórica
concreta. Es un hecho, no una doctrina ni una teoría, y deriva en una praxis
(una sabiduría de vida, un estilo), con un sentido, impregnado de los valores
que constituyen su esencia: gratuidad, creatividad y solidaridad. Es una praxis
que interpela al sistema de injusticia estructural y lucha por la libertad y la
justicia, pero convencida de la dignidad ética del otro (de todo hombre, aun
del adversario), imbuida de misericordia (amor comprometido hacia el prójimo,
repuesta a sus necesidades) y de búsqueda de reconciliación justa, sin
violencia, porque la violencia ignora la dignidad del otro.
En las antípodas de la ética de la utilidad (cuyo único
valor es el beneficio económico), característica del sistema, esta ética de la
gratuidad (capacidad de dar, sin obligación y sin esperar nada a cambio) está
centrada en la alegría comunitaria, en las relaciones de amistad, parentesco,
vecindario y solidaridad e implica la capacidad de abrirse al otro y darse con
generosidad, a diferencia de la mentalidad racionalista; es una sabiduría de
carácter sapiencial, que redescubre lo que está más allá de lo racional: un
saber vinculado con lo sagrado, lo místico y la sabiduría popular, con matices
contemplativos de fe y religiosidad y que se expresa con símbolos.
Y mientras la ciencia actual ve en la naturaleza un terreno
a explotar y desarrolla una tecnología que puede exterminar a la humanidad o
destruir al mundo, la sabiduría popular ve en la tierra una casa a la que se
esmera en cuidar.
El desafío de la integración
Nos encontramos ante dos culturas aparentemente de difícil
conciliación. Las dos están de pie y muestran sus valores. La palabra clave es
“integración”. El único camino es el de una “ética del encuentro” cuyo
instrumento obligado es el diálogo. Pero éste debe ser “sin edulcorantes ni
cremas suavizantes”. Tendrá que ser sobre los problemas reales que nos dividen,
pero con sinceridad y fraternidad, creyendo en “el carácter creador de las
contradicciones” (Saint Exupèry).
No se pueden desoír las voces que defienden valores
auténticos como la gratuidad, la comunicación humana, la solidaridad o la
misericordia, los cuales deben adquirir categoría política. Ni se pueden
ignorar los símbolos y costumbres que expresan el sentido de la vida de un
pueblo.
Y es de recordar que “la opción preferencial por los pobres” no es una
“obra de caridad”, sino de estricta justicia, ya que supone atender primero a
los más necesitados; sería injusto no hacerlo.
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