Hace unos años leí
por casualidad un artículo de Jorge Bucay y descubrí que al menos una persona
en el mundo compartía mi visión acerca del esfuerzo, un término para mi muy
sobrevalorado y que aplicado de manera continua no aporta resultados que tengan
un gran valor. Él es más drástico que yo ya que le quita absolutamente todo el
valor al esfuerzo. Para mi tiene un valor tener capacidad de esforzarse,
siempre que sea en el sentido correcto y con la intensidad adecuada.
El esfuerzo, tal
como yo lo entiendo, es la capacidad que uno tiene para obligarse a hacer algo
que no le apetece ni le gusta en absoluto. La dedicación, en cambio, es la
capacidad que tenemos para poner todas nuestras energías en algo que nos
apasiona.
El mensaje que
intento transmitir es: si tu trabajo supone un 80% esfuerzo y 20% dedicación,
mejor que empieces a hacer esfuerzos por conseguir otro trabajo que invierta
ese porcentaje, porque ni tu vas a estar bien ni tu trabajo va a tener la
calidad que debería.
Cuando tu trabajo
supone sobre todo una carga, hay varias opciones a elegir:
Seguir esforzándose
en ir cada mañana a hacer que el día pase lo más rápido posible.
Intentar hacer que
te acabe gustando tu trabajo.
Intentar cambiar de
trabajo.
La mayor parte de
la gente sigue la alternativa 1, porque ha costado mucho conseguir ese trabajo,
porque supone un esfuerzo levantarse cada mañana para acudir a ese trabajo, y
porque desde siempre nos han dicho que son las cosas conseguidas con esfuerzo
las que tienen valor.
Y es una gran
mentira. Pasar toda tu vida esforzándote no tiene ningún sentido. Pasar toda o
casi toda tu vida dedicándote es una gozada. Las cosas conseguidas con
dedicación son las que realmente tienen un gran valor.
Jorge Bucay pone un
ejemplo con un cuento, como suele hace. Lo cuento resumido y con mis palabras:
CUENTA EL CASO DE UNA PERSONA QUE VA A COMPRARSE UNOS ZAPATOS Y PIDE UN
NÚMERO 39. EL ENCARGADO LE DICE QUE POR LOS AÑOS DE EXPERIENCIA QUE TIENE PUEDE
DECIRLE QUE SU NÚMERO ES UN 41, PERO ÉL INSISTE EN QUE QUIERE UN 39, PIDE UN
CALZADOR, CON BASTANTE ESFUERZO LOGRA PONÉRSELOS, PAGA Y SE VA. CUANDO LLEGA A
SU OFICINA SU COMPAÑERO LE VE SUFRIR Y LE PREGUNTA:
-SON LOS ZAPATOS, ME APRIETAN UNA BARBARIDAD.
-¿Y POR QUE NO TE COMPRAS UNOS MÁS GRANDES?
-MIRA, LLEVO UNA VIDA ABURRIDA EN UN TRABAJO ABURRIDO, Y TENGO MUY POCOS
BUENOS MOMENTOS. ME MATAN ESTOS ZAPATOS, PERO DENTRO DE UNAS HORAS LLEGARÉ A
CASA, Y EN CUANTO ME LOS QUITE ¿TE IMAGINAS QUE PLACER?
Y ese es uno de los
motivos por el que necesitamos distracciones en el trabajo: no nos gusta lo que
hacemos, supone un gran esfuerzo, y de vez en cuando necesitamos “quitarnos los
zapatos” para sentir algo de placer. Cuando el placer lo sientes porque te
gusta lo que estás haciendo y te estás dedicando a ello, no esforzándote en
hacerlo, esa necesidad no aparece.
Volviendo a la
realidad, un trabajo que suponga 100% dedicación no creo que exista. Cualquier
trabajo tiene una parte que seguro que nos supone una carga y que no nos gusta
hacer. Nuestra capacidad de esfuerzo, aparte de dedicarla a hacer de la mejor
manera posible esa parte que no nos gusta, tenemos que enfocarla sobre todo a
minimizar esa parte de nuestro trabajo o a conseguir que nos guste. Cuanto más
reduzcamos esa parte, mayor será el valor que aportaremos en nuestro trabajo y
mejor nos encontraremos cada día, entrando en un bucle que se realimenta, pues
a medida que nos encontremos mejor, el trabajo que hagamos con dedicación lo
haremos aún mejor.
En resumen: creo
que es importante distinguir esos dos términos y trabajar para potenciar uno y
reducir el otro. Una persona puede estar trabajando 12 horas diarias sin
esfuerzo cuando lo que está haciendo realmente le apasiona. Otra persona puede
estar trabajando 4 horas diarias haciendo un gran esfuerzo cada día.
El
esfuerzo hay que usarlo bien: hay que usar el esfuerzo para intentar salir de
situaciones que nos suponen esfuerzo, no para perpetuarnos en ellas. Es en la
dedicación donde hay que perpetuarse.
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