El trepidante y a la vez
fascinante siglo XX recién terminado, ha supuesto para Occidente una
oportunidad única de enfrentarse a tabúes ancestrales, los cuales estaban
basados en una percepción de la realidad condicionada por conceptos religiosos
o socioculturales que ejercían una nefasta influencia a la hora de vivir
fluidamente tanto las relaciones humanas (el tabú de las razas y el racismo),
como las relaciones amorosas (el tabú del sexo) las relaciones sociales (el
tabú de las clases sociales superiores o inferiores).
Con la incorporación de la
Carta de los Derechos Humanos y su lenta pero progresiva integración en la vida
cotidiana, se han ido enfrentando y aboliendo las distintas barreras
culturalmente establecidas en torno a las discriminaciones por raza, sexo o
religión. Y, aunque queda aún mucho camino por recorrer y existen reductos
anquilosados y anclados en ideas del pasado, el conjunto global de la población
intenta ir en la buena dirección.
Pero, sin que seamos muy conscientes de ello
y a pesar de todos los grandes logros sociales y culturales de las últimas
décadas, sigue existiendo un tabú que a Occidente le cuesta enfrentar. Nos
referimos al tabú de la muerte.
La sola mención de la palabra
muerte pone nerviosas a la mayoría de las personas. Ello se debe en gran parte,
a que nuestra sociedad actual está centrada en unos modelos de éxito y belleza
asociados a estereotipos de juventud.
Vivimos de espaldas a la muerte,
procuramos vivir como si esa realidad cotidiana no existiera, y tal vez la
tememos tanto porque lo ignoramos todo acerca de ella. Lo curioso de este
paradigma, es que lo ignoramos todo en torno a la muerte porque el propio miedo
que nos provoca pensar en ella, nos lleva a vivir como si no existiera.
Este miedo visceral está
anclado en lo más íntimo de la mayoría, debido en parte a la creencia de que,
tras la muerte del cuerpo físico ya no hay nada más, acaba todo, no nos espera
nada, …negro, …vacío, …punto final. Tan limitativa concepción de la realidad
contrasta con los testimonios positivos que nos describen quienes han estado
cerca de la muerte y, sobre todo, de la mayor parte de quienes han vivido una experiencia
de muerte clínica temporal y han vuelto a la vida.
Pero, antes de ahondar en
tales experiencias, conviene investigar en las razones que nos hacen creer que
la muerte es el punto final de la vida o de la conciencia. Hay dos factores
dominantes en el arraigo de tal creencia. Por un lado tenemos los
condicionantes religiosos, empeñados en vendernos unas imágenes de resurrección
de los cuerpos en un cielo concebido como un paraíso eterno, o en su opuesto,
un infierno también eterno, los cuales nos resultan un tanto folclóricos,
trasnochados y poco creíbles por parte de la sociedad actual, más culta y
razonadora.
El otro factor de negación,
está estrechamente ligado a ese exceso de racionalismo impuesto por una cultura
“científica” y cientifista, en la que los dioses de la religión han sido
suplantados por los dioses del laboratorio, las ecuaciones matemáticas o la
tabla periódica. “Todo lo que no puede ser probado en el laboratorio de forma
objetiva y racional, simplemente no existe”.
Por suerte, desde la década
de los 70, numerosos investigadores y científicos serios y respetables se
atrevieron a abordar la espinosa cuestión de las experiencias cercanas a la
muerte que relataban numerosos pacientes de hospitales o personas que habían
padecido un accidente o un infarto, el cual les había llevado a permanecer
clínicamente muertos durante unos instantes, varios minutos e incluso algunas
horas en casos muy espectaculares.
Tras analizar miles de
testimonios de experiencias cercanas a la muerte o de muertes clínicas
temporales, se constató una serie de patrones comunes, que fueron observados
tanto por la conocida doctora en psiquiatría Elisabeth Küblker Ross, como por
el popular psicólogo Raymond Moody autor del célebre libro Vida después de la vida y muchos otros investigadores.
La mayor parte de
quienes han tenido el valor de relatar sus experiencias nos cuentan sus cambios
de percepción y conciencia que experimentan, siendo frecuente el verse
sorprendidos flotando fuera del cuerpo y observando lo que sucede a su
alrededor en el preciso momento en que su corazón dejó de latir.
Muchos se
descubren deambulando por el quirófano, las salas del hospital o el lugar del
accidente, o visitando a sus seres queridos, que en esos momentos están a
muchos kilómetros de distancia.
Son numerosos los casos que hablan de sentir
cómo se elevan y se ven atravesando un oscuro túnel, al final del cual aparece
una brillante y majestuosa luz que les llena de paz, amor, felicidad y
plenitud, o se hallan junto a seres queridos y familiares que han muerto con
anterioridad o en el mismo accidente, aunque la persona no lo supiese.
Algunos viven experiencias
místicas y trascendentes, notando una comprensión del porqué de todas las cosas
y una expansión de conciencia que les resulta muy difícil de explicar una vez
regresan de nuevo a la vida física. La mayoría aceptan mal que cuando estaban
en la luz les dijeran que tenían que volver, porque su tarea, misión o trabajo
en la Tierra no había acabado. Algunos se resisten a volver y se les tiene que
recordar lo que aún les queda por hacer aquí.
Lo más trascendente de estas
experiencias, suele acontecer cuando el corazón empieza a latir de nuevo y
estas personas recuperan su conciencia unida al cuerpo físico.
A partir de la experiencia, la
mayoría tienen una visión de la realidad más amplia, menos condicionada por
factores sociales, religiosos o culturales, son más espirituales aunque menos
religiosos, les cambia la percepción del tiempo y del espacio, siendo frecuente
que abandonen el hábito de llevar reloj. Al parecer encuentran un mayor sentido
a sus vidas y empiezan a interesarse más en la ayuda a los demás y en la mejora
de la sociedad o del medio ambiente, que en cuestiones personales y egoístas.
Pero, sobre todo, la experiencia les supone el perder para siempre el miedo a
la muerte.
Muchos médicos y científicos
reduccionistas insisten en que tales experiencias son provocadas por sustancias
alucinógenas que genera el cerebro ante el fuerte choque que supone la parada
cardíaca o la muerte clínica o por la falta de riego sanguíneo o de oxígeno en
el cerebro.
Pero la minuciosa investigación llevada a cabo por prestigiosos
médicos, como el pediatra clínico americano Melvin Morse o el cardiólogo
británico Sam Permia, han constatado que esa hipótesis no puede explicar el
conjunto de las experiencias cercanas a la muerte y, a raíz de sus
investigaciones, se aventuran a afirmar incluso el haber constatado algo tan
trascendente como que: “la conciencia sobrevive a la muerte del cuerpo físico”.