La elección de Quim Torra como president no
es sorprendente, sino coherente con el relato del catalanismo conservador. Él
ha dicho en voz alta lo que el pujolismo –y el republicanismo heredero de
Heribert Barrera– viene diciendo en voz baja. Es la identidad al desnudo, sin
ropa interior ni Photoshop. Hablar de identidad nacional era una manera de
entendernos, siempre que no entrásemos en detalles sobre qué queremos decir
cuando decimos “identidad” y “nacional”.
En cualquier caso, la identidad individual es una
construcción de la historia personal marcada por la vida, que modela el
pensamiento. “Uno no es de donde nace, sino de donde pace”, me repetía mi padre
con el materialismo histórico autodidacta de los manobras perdedores
de la Guerra Civil. Es el bienestar aquello que te fija de verdad a una tierra
y a una sociedad, o como decía Marx, ese jovencito que ha cumplido 200 años, es
la vida la que hace la conciencia y no la conciencia la que hace la vida.
Nuestros jóvenes que han tenido que emigrar al extranjero para encontrar
trabajo han sido desgajados de sus raíces, de su lengua materna, sea esta cual
sea, una nueva versión de un viejo argumento.
¿No es nuestra identidad nacional, nuestra personalidad
nacional, la suma de lo que somos todos? La Catalunya viva, compuesta de siete
millones y pico de vidas de personas con nombres y apellidos, de sentimientos y
emociones, no está hecha a pinceladas de un solo color, ni de dos, sino de la
mezcla de orígenes y cariños. ¿Es la intensidad de los sentimientos nacionales,
la calidad de sus emociones patrias, lo que da coherencia a ese grupo
variopinto? La coherencia la da la mezcla de hilos de diferente color, de las
relaciones personales, de tal manera que el resultado no sea un patchwork remendado
sino un tejido reconocible y tornasolado, la nación real.
La política –que debería ser la primera interesada en
construir consensos– ha descubierto las ventajas de cavar un abismo tectónico
de disenso en función de un ideal DNI de identidad absoluta donde una, catalana
o española, excluye la otra. No importa que en tu discografía compartan
estantería y pendrive Joan
Manel Serrat y Lluís Llach, o que en tu librería se rocen portada contra
contraportada Manuel Vázquez Montalbán y Quim Monzó, o José Agustín Goytisolo y
Joan Margarit, porque el conflicto que se establece no es entre Catalunya y
España, sino entre la identidad nacional mestiza e integradora y las
identidades nacionales purificadoras de malas compañías.
Un disenso que ha ido
ensanchando las fisuras en las junturas sociales hasta hacerlas grietas que
extienden el desencuentro a la cultura y a las relaciones personales.
El procés no ha
sido el camino hacia la construcción de una república, sino la creación de una
identidad catalana a todo o nada, limpia de manchas españolas, que ha exigido
la progresiva voladura de los consensos sociales que daban cohesión y fortaleza
a la identidad nacional, sin tener en cuenta que aquello que suelda nuestra
sociedad, el hilo que ensarta las cuentas de nuestra saludable diversidad, es lo
que tenemos en un común la gente del país, nuestras causas comunes, esperanzas
comunes y miedos comunes. Los fundamentos que dan solidez no están en lo que
nos diferencia, sino en lo que el conjunto de la gente que forma la nación real
somos capaces de compartir.
Una nación real, en palabras de Vázquez Montalbán de febrero
del 2000, “formada por la ciudadanía realmente existente y no por un imaginario
de ciudadanía a la medida de una nación ideal dictada por la Historia y por una
voluntad esencialista.” Y añadía: “El nacionalismo al uso reaccionó con la
sospecha de que aceptar esa nueva Cataluña solo conducía a desvirtuar la
Cataluña de siempre, sobre la que tenían derecho de propiedad los supuestos
catalanes de siempre, supongo que herederos directos de lo preibérico, o los
que abjurasen de cualquier veleidad españolista, sea la de sentirse paisanos de
los ciudadanos de España, superando el punto de vista que eran ciudadanos
adosados, fuera la de alegrarse cuando Perico Delgado ganó la vuelta a Francia.”
El nacionalismo al uso ha convertido aquella sospecha en
certeza, aunque esa certeza no ha apuntalado la identidad nacional de la
Catalunya real sino que la ha erosionado. La identidad laica, la identidad de
ciudadanía, la da la existencia de la ley, el acuerdo mutuo y democrático sobre
las normas, los derechos y deberes por las que regirse en la relación con los
demás. La Ley de Transitoriedad la pisoteó al derogar la Constitución y el
Estatut, las dos leyes principales votadas y aprobadas por la nación real, y
provocar el conflicto entre dos legalidades.
El procés ha
practicado la demolición de las identidades compartidas para imponer una
identidad catalana limpia de manchas españolistas, esmerándose en la progresiva
destrucción de los consensos sociales que daban cohesión y fortaleza a la
identidad nacional. En estos seis años hemos asistido a la voladura, a veces
controlada y otras descontrolada, de los espacios comunes de doble pertenencia,
mutilando los derechos reales de la totalidad en nombre de unos derechos
retóricos de una parte de la ciudadanía catalana. La voladura de la unidad
simbólica de la senyera, que encarnaba una catalanidad ecuménica,
sustituida por la estelada diferenciadora,
la ruptura de la fraternidad entre las dos lenguas principales, al señalar el
castellano como lengua colonizadora por un lado, y por el otro, la operación
inversa de Ciudadanos, señalar al catalán como lengua impuesta en la escuela
por el nacionalismo, cuando formaba parte de un amplio acuerdo político y
civil.
Se ha segado de un tajo el “nosotros” histórico de la
Catalunya de la gente, nos-otros. A un lado el nos y
enfrente el otros, impulsando una segregación emocional desde
el poder político del procés y sus
medios públicos de comunicación, la lucha del nos,
los buenos catalanes, frente al otros,
España y los españoles, la fuerza opresora.
El precio a pagar por crear la ficción del “malo” hispánico,
malcarado heredero del franquismo, frente al “bueno” catalán, bello hereu de
un pasado heroico de libertad y democracia, es el ascenso abrumador de
Ciudadanos en la Catalunya del cincuenta y tres por ciento. Su crecimiento en
el llamado cinturón rojo, desteñido en naranja el 21-D, tendría que llevar a la
izquierda a reconducir su estrategia para recuperar el núcleo central de su
espacio político natural, más que perdido, abandonado.
Nuestra izquierda debe dejar de defender el empate a nada y
practicar un juego de ataque que les permita hacer legal y solidario el Estado
plurinacional real, mejorar el autogobierno y la financiación de Catalunya y
representar sin complejos a la nación real de los ciudadanos escapando del
relato de corte tradicionalista, nacional-clerical del siglo XIX que atenaza la
Catalunya del siglo XXI.
La izquierda catalana, sea vintage,
nueva, novísima o postmoderna, ha de convencerse de que no basta con criticar
el procés si
no se propone en serio un modelo alternativo que utilice la identidad
compartida catalana y española –motor del mayor autogobierno real y no
imaginario de la Catalunya contemporánea: el conseguido con los dos Estatuts–,
no como un defecto a corregir sino como una virtud mayoritaria y creadora,
fecunda y equilibradora de tensiones.