domingo, 2 de junio de 2019

Identidad Compartida

La elección de Quim Torra como president no es sorprendente, sino coherente con el relato del catalanismo conservador. Él ha dicho en voz alta lo que el pujolismo –y el republicanismo heredero de Heribert Barrera– viene diciendo en voz baja. Es la identidad al desnudo, sin ropa interior ni Photoshop. Hablar de identidad nacional era una manera de entendernos, siempre que no entrásemos en detalles sobre qué queremos decir cuando decimos “identidad” y “nacional”.

En cualquier caso, la identidad individual es una construcción de la historia personal marcada por la vida, que modela el pensamiento. “Uno no es de donde nace, sino de donde pace”, me repetía mi padre con el materialismo histórico autodidacta de los manobras perdedores de la Guerra Civil. Es el bienestar aquello que te fija de verdad a una tierra y a una sociedad, o como decía Marx, ese jovencito que ha cumplido 200 años, es la vida la que hace la conciencia y no la conciencia la que hace la vida. Nuestros jóvenes que han tenido que emigrar al extranjero para encontrar trabajo han sido desgajados de sus raíces, de su lengua materna, sea esta cual sea, una nueva versión de un viejo argumento.

¿No es nuestra identidad nacional, nuestra personalidad nacional, la suma de lo que somos todos? La Catalunya viva, compuesta de siete millones y pico de vidas de personas con nombres y apellidos, de sentimientos y emociones, no está hecha a pinceladas de un solo color, ni de dos, sino de la mezcla de orígenes y cariños. ¿Es la intensidad de los sentimientos nacionales, la calidad de sus emociones patrias, lo que da coherencia a ese grupo variopinto? La coherencia la da la mezcla de hilos de diferente color, de las relaciones personales, de tal manera que el resultado no sea un patchwork remendado sino un tejido reconocible y tornasolado, la nación real.

La política –que debería ser la primera interesada en construir consensos– ha descubierto las ventajas de cavar un abismo tectónico de disenso en función de un ideal DNI de identidad absoluta donde una, catalana o española, excluye la otra. No importa que en tu discografía compartan estantería y pendrive Joan Manel Serrat y Lluís Llach, o que en tu librería se rocen portada contra contraportada Manuel Vázquez Montalbán y Quim Monzó, o José Agustín Goytisolo y Joan Margarit, porque el conflicto que se establece no es entre Catalunya y España, sino entre la identidad nacional mestiza e integradora y las identidades nacionales purificadoras de malas compañías. 

Un disenso que ha ido ensanchando las fisuras en las junturas sociales hasta hacerlas grietas que extienden el desencuentro a la cultura y a las relaciones personales.

El procés no ha sido el camino hacia la construcción de una república, sino la creación de una identidad catalana a todo o nada, limpia de manchas españolas, que ha exigido la progresiva voladura de los consensos sociales que daban cohesión y fortaleza a la identidad nacional, sin tener en cuenta que aquello que suelda nuestra sociedad, el hilo que ensarta las cuentas de nuestra saludable diversidad, es lo que tenemos en un común la gente del país, nuestras causas comunes, esperanzas comunes y miedos comunes. Los fundamentos que dan solidez no están en lo que nos diferencia, sino en lo que el conjunto de la gente que forma la nación real somos capaces de compartir.

Una nación real, en palabras de Vázquez Montalbán de febrero del 2000, “formada por la ciudadanía realmente existente y no por un imaginario de ciudadanía a la medida de una nación ideal dictada por la Historia y por una voluntad esencialista.” Y añadía: “El nacionalismo al uso reaccionó con la sospecha de que aceptar esa nueva Cataluña solo conducía a desvirtuar la Cataluña de siempre, sobre la que tenían derecho de propiedad los supuestos catalanes de siempre, supongo que herederos directos de lo preibérico, o los que abjurasen de cualquier veleidad españolista, sea la de sentirse paisanos de los ciudadanos de España, superando el punto de vista que eran ciudadanos adosados, fuera la de alegrarse cuando Perico Delgado ganó la vuelta a Francia.”

El nacionalismo al uso ha convertido aquella sospecha en certeza, aunque esa certeza no ha apuntalado la identidad nacional de la Catalunya real sino que la ha erosionado. La identidad laica, la identidad de ciudadanía, la da la existencia de la ley, el acuerdo mutuo y democrático sobre las normas, los derechos y deberes por las que regirse en la relación con los demás. La Ley de Transitoriedad la pisoteó al derogar la Constitución y el Estatut, las dos leyes principales votadas y aprobadas por la nación real, y provocar el conflicto entre dos legalidades.

El procés ha practicado la demolición de las identidades compartidas para imponer una identidad catalana limpia de manchas españolistas, esmerándose en la progresiva destrucción de los consensos sociales que daban cohesión y fortaleza a la identidad nacional. En estos seis años hemos asistido a la voladura, a veces controlada y otras descontrolada, de los espacios comunes de doble pertenencia, mutilando los derechos reales de la totalidad en nombre de unos derechos retóricos de una parte de la ciudadanía catalana. La voladura de la unidad simbólica de la senyera, que encarnaba una catalanidad ecuménica, sustituida por la estelada diferenciadora, la ruptura de la fraternidad entre las dos lenguas principales, al señalar el castellano como lengua colonizadora por un lado, y por el otro, la operación inversa de Ciudadanos, señalar al catalán como lengua impuesta en la escuela por el nacionalismo, cuando formaba parte de un amplio acuerdo político y civil.

Se ha segado de un tajo el “nosotros” histórico de la Catalunya de la gente, nos-otros. A un lado el nos y enfrente el otros, impulsando una segregación emocional desde el poder político del procés y sus medios públicos de comunicación, la lucha del nos, los buenos catalanes, frente al otros, España y los españoles, la fuerza opresora.

El precio a pagar por crear la ficción del “malo” hispánico, malcarado heredero del franquismo, frente al “bueno” catalán, bello hereu de un pasado heroico de libertad y democracia, es el ascenso abrumador de Ciudadanos en la Catalunya del cincuenta y tres por ciento. Su crecimiento en el llamado cinturón rojo, desteñido en naranja el 21-D, tendría que llevar a la izquierda a reconducir su estrategia para recuperar el núcleo central de su espacio político natural, más que perdido, abandonado.

Nuestra izquierda debe dejar de defender el empate a nada y practicar un juego de ataque que les permita hacer legal y solidario el Estado plurinacional real, mejorar el autogobierno y la financiación de Catalunya y representar sin complejos a la nación real de los ciudadanos escapando del relato de corte tradicionalista, nacional-clerical del siglo XIX que atenaza la Catalunya del siglo XXI.


La izquierda catalana, sea vintage, nueva, novísima o postmoderna, ha de convencerse de que no basta con criticar el procés si no se propone en serio un modelo alternativo que utilice la identidad compartida catalana y española –motor del mayor autogobierno real y no imaginario de la Catalunya contemporánea: el conseguido con los dos Estatuts–, no como un defecto a corregir sino como una virtud mayoritaria y creadora, fecunda y equilibradora de tensiones.

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