Cada vez que me siento ante la pantalla de mi
ordenador me surge casi involuntariamente una interrogante, entonces me
pregunto: cuál es la razón, si es que existe alguna, para intentar
plasmar en un escrito el caudal de vivencias que me conmueven y a las cuales no
les permito que se acumulen en mi intelecto para evitar que cual si
fuesen ríos embravecidos desborden mi mente e inunden mis escasas neuronas que
a esta altura pienso que ni saben nadar.
Es entonces que las respuestas a tales
interrogantes, a medida que voy tecleando las palabras en el teclado, parecen
acudir en mi auxilio, es como si alguien me arrojara desde la borda un
salvavidas del cual me aferro con vehemencia para evitar, con el agua al
cuello, tener que tragar mis palabras a las que apenas puedo contener, una
tecla se une a la otra y las letras van formando una palabra y las palabras se
refugian en nuevas frases que hilvanan un contenido que la mente, casi
desordenadamente, como dando manotazos, las intenta ordenar en un comentario
coherente.
Pienso que es en estos instantes cruciales, que
parecen aguijones que se clavan en mi cerebro, que me doy cuenta donde es
que reside la chispa que enciende todo el proceso y, lógicamente, cuando siento
su presencia dominante me someto voluntariamente a sus requerimientos, esa
chispa inspiradora tiene un nombre: Motivación.
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