Durante todo el siglo XIV, y
agudizándose hacia el año 1400, Europa occidental, atravesó una crisis que minó
los basamentos del estado feudal, disminuyendo la población a límites
insospechados.
Las tierras, base económica de
la época, se tornaron improductivas por el agotamiento de los suelos, las
variaciones climáticas con lluvias intensas que provocaron inundaciones, y la
falta de técnicas agrícolas adecuadas. Se cambió el cultivo de cereales por el
de legumbres y centeno, encareciéndose por consiguiente el precio de los
cereales. Todo esto motivó grandes hambrunas que ocasionaron un debilitamiento
generalizado de la población que quedó expuesta a contraer enfermedades.
A partir de 1348, Europa se
vio afectada por una epidemia de peste negra, que le costó la vida aproximadamente a 25.000.000 de personas. Las
deficientes condiciones sanitarias contribuyeron a su propagación, extendiéndose
desde el norte de Europa (Noruega y Suecia) hasta el mar Mediterráneo y desde
Constantinopla hasta Gran Bretaña.
Es probable que la enfermedad
haya tenido su origen en China, y llegó a Europa a través de las rutas
comerciales.
La peste manifestaba sus
síntomas a través de dolores de cabeza, fiebre, manchas negras, forúnculos y
expectoraciones. Hoy se sabe que la peste negra o bubónica es causada por la
bacteria Yersinia pestis propagándose a través de las pulgas de las ratas, y
tiene cura, pero en ese tiempo fue atribuido a un castigo divino, y la gente
llegó a auto-flagelarse como penitencia para obtener la salvación.
Esta recesión produjo un
aumento de precios, una baja en los salarios y por consiguiente el aumento de
la tensión social.
Las guerras que enfrentaron a
los diversos reinos agravó aún más el problema, como la que sostuvieron Francia
e Inglaterra, conocida como la guerra de los
Cien años.
Los campesinos que sobrevivieron,
debieron emigrar a las ciudades en busca de mejores condiciones de vida y así
nació un nuevo orden económico-social, con el desarrollo de las ciudades y la
concentración del poder real, que desembocaría en un cambio político, del feudalismo
al absolutismo
monárquico, que caracterizaría a una
nueva etapa histórica, conocida como Edad Moderna.
Con la consolidación de los estados
modernos, y la desaparición de los
distintos reinos feudales de la Edad media, que habían originado la fragmentación del poder
entre numerosos señores feudales, surgió un régimen político caracterizado por
la concentración del poder en la persona del rey, donde los poderes no están
separados, para su control, sino, por el contrario, unidos para robustecer la
capacidad de mando del monarca, que puede de ese modo, elaborar las leyes,
aplicarlas, administrar el estado, y ejercer el poder militar.
Del latín “a legibus solutus”,
significa, libre de ataduras legales, y justamente, el rey es quien podía
decidir cualquier cuestión a su arbitrio, y sin sujeción a normas, que existían
sólo para los súbditos.
Esta forma de
gobierno encontró sustento en las ideas de Bodin en el siglo
XVI y Bossuet o Hobbes en el siglo XVII.
El francés Jean Bodin
(1530-1596) escribió numerosas obras, como por ejemplo “Seis libros de la
república”, donde expresa “el soberano no tiene que rendir cuentas sino a
Dios”.
Thomas Hobbes, filósofo inglés
(1588-1679), vivió en una época conflictiva por los enfrentamientos entre los
partidarios del absolutismo monárquico y los parlamentarios que querían un rey
con poderes limitados por un Parlamento. Su teoría del Estado fue producto de
la búsqueda de un estado más pacífico y seguro, y la elaboró durante su exilio
en París. Su máxima obra, fue “Leviatán” (1651), donde parte de la existencia
de un estado de naturaleza, anterior a la existencia misma del estado.
Para Hobbes, los primeros
hombres que vivían libres sin autoridad ni leyes, lo hacían en un estado de
guerra permanente para lograr su subsistencia. Según sus palabras “el hombre es
un lobo para el hombre”. Para garantizar la seguridad y el bienestar de todos,
los hombres renunciaron a todos sus derechos, salvo el de la vida, por un pacto
irrevocable, para que el Estado les garantice a todos que vivirán en paz. Así
nació para este autor el estado absolutista, que es para él el único posible.
Puede observarse que para Hobbes son los propios hombres, mediante un contrato
quienes le otorgan al monarca el poder absoluto, y no hace provenir esta
autoridad de Dios, como Bodin.
El francés Jacques Bossuet
(1627-1704) se mostró partidario del absolutismo con las siguientes
características: la monarquía debía ser sagrada, absoluta, paternal y sometida
a la razón”. El único límite a la autoridad del rey lo halla en la ley divina.
El origen de tan inmenso
poder, en la mayoría de los pensadores, salvo Hobbes, estaba en Dios, teoría
que se veía sustentada, además, por el antiguo Derecho Romano. La divinidad se
lo había concedido para que pudieran gobernar libremente y sin ataduras, que en
la práctica significaba que debían ejercer su autoridad sólo sujeta a los
mandatos de la ley divina, lo que los obligaba a ser justos y dignos de tan
gran privilegio. Sólo algunos monarcas lo fueron.
Un límite a tan vasto poder lo
representaban los miembros de la nobleza, que gozaban de amplios privilegios sociales y
económicos, estando integrados a la burocracia (como funcionarios) y a la
milicia. El clero también constituía una clase privilegiada y gozaba
de amplios derechos.
Con el convencimiento de la
utilidad de la aplicación de la teoría económica del mercantilismo, que aseguraba que los países serían ricos y
poderosos con una balanza comercial favorable, o sea, que las exportaciones
superaran a las importaciones, se vieron obligados durante el siglo XVII, a
fomentar el desarrollo industrial, favoreciendo así a una clase social, que
pertenecía al conjunto de la población no privilegiada, el estado llano o
tercer estado, que pagaba los impuestos con los que el resto de los estados se
beneficiaba, y que se dedicaban a las actividades comerciales e industriales.
Sin embargo, el
fortalecimiento económico de este sector social, sería en definitiva, el que
pondría fin al sistema de monarquías absolutas, cuando considerándose dueños
del poder económico, estas personas, llamadas burgueses, decidieron que debían participar del poder
político, y no sólo obedecer en un estado que ellos económicamente sostenían.
Esto ocurrió a partir de mediados del siglo XVIII, siendo su máxima expresión
la Revolución
Francesa.
En España, pueden considerarse
absolutistas los gobiernos de Carlos I y Felipe II, pertenecientes a la dinastía de los Austrias,
que fue en creciente aumento hasta hacerse fuerte en la dinastía de los Borbones en
el siglo XVIII.
En Inglaterra, pude citarse
como represente del absolutismo, a Jacobo I,
de la dinastía de
los Estuardo, que gobernó
entre 1603 y 1625. Entre 1640 y 1648, Inglaterra debió hacer frente a una
revolución que puso fin a este sistema, que recién fue restaurado en 1660 hasta
1668 en que una nueva revolución impidió el ejercicio del poder absoluto por
parte de los monarcas.
En 1589, en Francia, el
Borbón, Enrique IV trató de lograr la concentración de poderes,
saliendo victorioso de la sublevación de la Fronda que ocurrió entre 1648 y
1653. Entre los años 1643 y 1715, Luis XIV,
conocido como el “Rey Sol”, acuñó la frase “El Estado soy yo”, que simbolizaba
la aspiración del absolutismo de la
época. Fue un hábil diplomático, que organizó el mejor ejército europeo del
siglo XVII.
Pero surgirán otras voces,
como la de Locke(1632-1704) que se elevarán para pedir la
limitación del poder del soberano para evitar el ejercicio ilimitado y
arbitrario del poder. También habló como Hobbes de la existencia de un contrato
social, pero para Locke el
estado de naturaleza no era hostil sino que las personas vivían armoniosamente.
El estado fue producto de observar las ventajas que traería su constitución,
para lograr mayor seguridad y defensa de los derechos de todos, evitando la
venganza privada. Para ello los individuos integrantes del Estado se reservaron
el poder supremo y pudiendo destituir a los gobernantes si abusan de los
poderes delegados por el pueblo, que son sólo los necesarios para poder ejercer
su mandato.
Esta teoría del contrato
social, va a ser profundizada por Rousseau (1712-1778), quien describe al estado natural
como un paraíso donde todos los hombres son iguales y disfrutan de una
abundancia de recursos que aseguran las necesidades de todos. Este estado
natural es plenamente democrático ya que todos los hombres son iguales y no
existe la propiedad
privada. Fue recién cuando la
naturaleza se tornó más rebelde generando cambios climáticos, cuando los bienes
comenzaron a escasear. Esto originó la lucha por la posesión de los recursos
que ya no abundaban y tornó la vida insegura.
Entonces, los hombres sintieron la necesidad de crear un Estado que les brindara esa seguridad perdida, haciendo un contrato social, donde cada persona acepta someterse a la voluntad de la mayoría, que representaría la voluntad general.
Entonces, los hombres sintieron la necesidad de crear un Estado que les brindara esa seguridad perdida, haciendo un contrato social, donde cada persona acepta someterse a la voluntad de la mayoría, que representaría la voluntad general.
Estas dos últimas ideas, junto
a las de otros filósofos ilustrados, harían germinar las ideas democráticas,
que luego de la Revolución francesa, irían paulatinamente aniquilando el
régimen político del absolutismo monárquico para dar paso a un nuevo sistema:
el democrático.
Entre los años 1756 y 1763, se
desató este conflicto bélico que enfrentó a Gran Bretaña y Prusia contra
España, Francia, Austria y Rusia.
Francia y Gran Bretaña
rivalizaban por las posesiones de Silesia, América del Norte y la India. En
1756, el cargo de Primer Ministro inglés fue asumido por William Pitt, quien
elaboró una estrategia para lograr la hegemonía inglesa en el comercio mundial.
En América del norte, la zona cuestionada era del oeste de los montes Apalaches
y los derechos de pesca en Terranova.
Gran Bretaña logró importantes
triunfos que le posibilitaron apoderarse del Canadá francés, que fue utilizado
para comerciar peces y pieles. La India, en manos francesas, era un fuerte
mercado comercial, cotizado por los ingleses. Dakar, en África, fue blanco de
las ambiciones inglesas, que la convirtieron en centro de provisión de esclavos
y caucho.
Entre España y Gran Bretaña,
la rivalidad se generó por las constantes agresiones a sus embarcaciones y
comercio por parte de la segunda. En 1761, España y Francia firmaron el Tercer
Pacto de Familia, por el cual España se unió a los franceses en su lucha contra
Gran Bretaña,
Silesia, región ubicada en las
actuales, Polonia, República Checa y Alemania, estaba bajo el dominio de
Prusia, luego del Tratado de Aquisgrán de 1748, que había puesto fin a la Guerra de
Sucesión austríaca. Austria se propuso recuperarla y contó para
ello, con el apoyo de Francia, Rusia,
Sajonia y Suecia.
En el año 1756, el rey de
Prusia, Federico II
el Grande, ordenó atacar Sajonia y luego Bohemia. Sin embargo en la
batalla de Kolin, se produjo el triunfo
austríaco. A pesar de esta victoria, los franceses, aliados de Austria, fueron
derrotados por los prusianos en Rossbach, el 5 de noviembre de 1757.
Exactamente un mes más tarde los austríacos sufrieron una nueva derrota en Leuthen, repitiéndose el resultado un año más tarde en Zorndorf.
Exactamente un mes más tarde los austríacos sufrieron una nueva derrota en Leuthen, repitiéndose el resultado un año más tarde en Zorndorf.
El 12 de agosto de 1759, en
Kunesdorf, cerca de Francfort, los prusianos sufrieron un gran revés, al ser
vencidos por las fuerzas aliadas austríacas y rusas, pero al año siguiente los
prusianos se impusieron a Austria, derrotándolos en Liegnitz (Silesia) y Torgau
(Sajonia).
En 1761 España inició una
serie de conquistas que se prolongaron el año siguiente, logrando apoderarse
del norte de Portugal y de la colonia del Sacramento, pero su buena ventura
duró poco, ya que sucumbió ese último año ante los ingleses, que tomaron bajo
su dominio La Habana y Manila.
Los rusos se apoderaron de
Berlín, pero en 1762, pero Rusia firmó, bajo el mando de Pedro III,
un tratado de paz con Prusia, retirándose de la guerra.
La guerra finalizó con la
firma del Tratado de París, del 10 de febrero de 1763, donde Francia perdió a
favor de Inglaterra, sus tierras en Canadá, la India, salvo Mahé, Yanaon,
Pondicherry, Karikal y Chandernagor, el territorio del este del Mississipi y al
oeste de los Apalaches, retirándose de la isla de Menorca.
España abandonó el norte de
Portugal, recibiendo Florida y Luisiana.
Francia, la gran perdedora,
conservó algunas posesiones en la India, el derecho de navegación del río
Mississippi y el de pesca sobre Terranova. Obtuvo la Florida en Estados Unidos,
y algunas islas como la de Gorée, San Pedro, Miquelón, Guadalupe y Martinica.
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