Suele decirse que toda decepción tiene su impacto emocional en el ser humano.
Es, por tanto, un proceso normal que forma parte de nuestro ciclo vital.
Ahora bien, es conveniente saber gestionarlas de modo adecuado para que no
acaben cerrando nuestro corazón para siempre.
La vida debe ser siempre una invitación continua a experimentar, a
arriesgarnos, a mantener la ilusión. Y, desde luego, toda decepción duele, pero si
las vivimos es por algo: para aprender.
Hay quien, tras ser rechazado, piensa que no vale como persona. Se
mira al espejo y se convence a sí mismo de que no hay nada positivo en su
imagen, que no agrada, que su personalidad no parece estar hecha para encajar
con otras parejas.
Es un
error. La opinión de una persona no te define. Es su palabra, es su mundo, sus
creencias y nada de ello tiene que ver contigo por en muy alta estima que la
tuvieras.
Las decepciones que nos llegan de una o varias personas en concreto son
solo muestras de que, en realidad, “no encajamos con sus mundos”. Y, lo creas o
no, existen muchos más mundos, más universos creados por personas maravillosas
que sí encajarán con tus esquinas, vacíos y
recovecos.
Lo complejo de las decepciones es que en ocasiones, nos llegan de
personas que nos son muy significativas. Por tanto, es normal
sufrirlas.
Ahora bien, ese sufrimiento debe ser puntual y no cargarlo para siempre
en nuestro corazón, o quedaremos prisioneros de nuestros propios enemigos. Las
decepciones se asumen, y después, nos deben servir de aprendizaje.
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