El que ama a la justicia anida en su corazón el
ardiente deseo de ser justo y quien se comporta cual si fuere un fariseo, como
un cobarde se aferrará a su derecho e intentará justificar en él su mezquina y
persistente ambición.
¿Cómo puede? una persona anteponer sus intereses a las necesidades del otro y seguir con su existencia terrena tan
campante.
Lo que expreso es algo que muchos sienten y me
consta que no obstante, nadie, incluyendo en tal afirmación a integrantes de la
propia familia, lo manifieste públicamente, resulta obvio que si no lo saben,
lo intuyen, o lo que resulta algo peor aún, se lo imaginen.
Los grupos humanos constituidos en corporaciones
supranacionales anteponen los intereses de su organización a las necesidades
básicas de sus integrantes de tal forma que les hacen asumir compromisos
–representados como juramentos y convenios- que les obligan a anteponer sus
propios lazos de familia y el concepto fraterno de la hermandad a los dictados
de aquellos que han emitido un juicio condenatorio sobre quienes a su entender
se han hecho pasibles de su condenación.
Tal conducta, propia de los inquisidores de la edad
media, aún persiste y se aplica sobre todo en aquel que en uso de sus
facultades y de su libertad de expresión, actúe con independencia sobre
los dictados de lo que es considerado “un orden establecido”
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