Cuánto más avanzamos en conocimiento, cuánto mayores sean nuestras vivencias, mayor será nuestra soledad, las
nuevas dimensiones que percibimos nos inhiben la posibilidad de una buena
comunicación, existe una ausencia absoluta de modos de comparación, de
equivalencias y, sobre todo, nos resulta demasiado cruel despojar a nuestros seres
queridos del manto sobreprotector de la ignorancia en la cual persisten, sin
duda, el “árbol de la ciencia del bien y del mal” continúa en las garras del
pecado y la sutil suspicacia de la serpiente milenaria.
El
hombre actual ya no discute las probabilidades de la existencia y pluralidad de
mundos habitados, concepción que ayer era considerada absurda por la mayoría de
los gobiernos y determinadas Religiones; casi se puede afirmar que hoy sabe, o
presupone, que tales mundos existen y que el Universo está lleno de distintos
“mundos habitados”.
Es
más, lo que parece inadmisible en nuestros días, es creer que sólo la Tierra
(minúsculo átomo que ocupa un insignificante lugar en la inmensidad del espacio
sideral) pueda ser el único y exclusivo representante de manifestación de vida
inteligente. El nuestro es, sencillamente, uno más de los incontables mundos
que pueblan el Universo; aunque sea el más importante sólo para nosotros. Y el
alcance y grado intelectivo que demuestra tener el hombre no puede ser otra cosa
que una de las tantas manifestaciones de vida, diseminadas con infinita
profusión por el área inconmensurable del “Gran Todo”.
Somos,
simplemente, parte integrante de un TODO, cuyas infinitas posibilidades jamás
será capaz de comprender ni precisar la mente humana.
No
sería lógico, en consecuencia, que por vanidad, ignorancia u ocultamiento,
continuáramos creyendo ser los únicos depositarios del más preciado de los
dones existentes, como lo es la posesión de facultades tan excelsas como la
vida y la inteligencia; muy por el contrario, la verdad más absoluta es que
existen infinidad de mundos habitados diseminados por todo el Cosmos
inconmensurable.
La libertad de vivir por uno mismo, es decir, una vez que las circunstancias nos han abierto las fronteras impuestas al pensamiento socialmente permitido nos pone en la disyuntiva de continuar al abrigo protector de nuestro entorno o tomar la decisión de “pagar el precio” que impone el vivir a la intemperie.
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