sábado, 1 de junio de 2019

Coherencia En El Hacer

Somos muy poco coherentes con nosotros mismos. ¡Sí, creerme! Algunas veces me encuentro con personas que dicen de él aquello de “es muy coherente con lo que piensa, y por eso actúa así”.

¡Cuidado! de la coherencia a la obstinación hay un paso. La coherencia está también en saltarse algunas reglas internas cuando ves que ya no valen en ese momento. En el bando contrario, también existe la gente que es coherente en cuanto a pensamiento pero no en la acción.

El discurso es bonito pero la acción brilla por su ausencia. Una cosa es saber y otra muy distinta es hacer. Y es que en la vida, lo ideal es llevar ese equilibrio del triángulo que incluye el pensar, el  ser y el hacer. Pensar, te viene de lo que sabes, el ser de lo que eres en esencia y ¡hacer?. ¡Ah, el hacer! El hacer es aquello que llevamos a cabo por que lo creemos y no nos va a parar nadie. Tú decides que tipo de triángulo quieres en tu vida: ¡Equilátero, isósceles o escaleno!. Comparto un artículo de Álex Rovira publicado en su web, que titula Saber y creer.

“A menudo nos ocurre que o bien no sabemos que podemos, o que sabiendo que podemos, no nos lo creemos. La dialéctica entre el saber y el creer es esencial. Porque saber y creer no es lo mismo. Por ejemplo: todo el mundo sabe que se tiene que morir algún día, pero casi nadie se lo cree. Y los que creen profundamente en la obvia verdad que la muerte existe y puede aparecer en el momento más inesperado para uno mismo o para quienes nos rodean, la vida cobra un significado radicalmente distinto, y el valor que damos al instante presente, al famoso “aquí y ahora”, es infinitamente mayor. 

Personalmente aprendí esta lección al tener que lidiar con la cardiopatía de mi hija menor, y de verla al límite de la muerte varias ocasiones en sus primeros días de vida, incluso al tenerla en mis brazos con su corazón sin latido. Entonces comprendí en lo más hondo de mi ser la diferencia entre saber y creer. Y sé que, por supuesto, esta memoria quedará conmigo para siempre.

La paradoja es que nuestra mente es muy tramposa ya que pensamos que eso que “sabemos” teóricamente nos pertenece a un nivel práctico, y no es así. Pensar en cómo nadar no implica en absoluto saber nadar. Saber qué es la amabilidad no implica en absoluto ser amable, por ejemplo. Esa es la gran paradoja, cuando pensamos que sabemos, porque ese saber es solo mental y no práctico.

El saber nos ayuda a gestionar la existencia, pero para transformarla es necesario algo más: creer. Con saber no es suficiente. La llave a la acción, al paso adelante, nace del creer. Por eso, el poeta latino Virgilio, escribió con tanto tino: “Pueden porque creen que pueden”, y no escribió “Pueden porque saben que pueden”. Es distinto. Muchos saben que pueden pero no hacen. Y otros que a lo mejor tienen menos capacidades hacen porque creen profundamente que pueden. Sí, hace más el que quiere que el que puede, sin duda.

Qué paradoja: el pensamiento nos lleva a la conclusión. Pero el problema es que normalmente llegamos a una conclusión cuando nos cansamos de pensar. Y los humanos nos cansamos de pensar, en general, demasiado a menudo. Y así nos van las cosas…

Por otro lado, Platón afirmaba que no hay persona por cobarde que sea que no puede convertirse en héroe por amor. En efecto, lo que nos moviliza, lo que nos lleva a ser más de lo que somos, es la emoción (cuya etimología proviene de la voz latina emovere, que quiere decir movimiento, impulso). 

Y la emoción y el creer van íntimamente unidos. Porque cuando creo, confío, y si confío, es porque siento una emoción positiva hacia el objeto o persona de confianza, porque creo en él. Luego creer es confiar y confiar nace de un vínculo emocional sano.

Luego, quizás lo óptimo sería poner la inteligencia al servicio del amor. El saber práctico al servicio del creer, y cuántas cosas cambiarían.

El problema aparece tanto en personas como en organizaciones, cuando el narcisismo les lleva a pensar que saben cuando en realidad ni saben hacer, ni creen que pueden hacer. Y ahora me viene a la cabeza un bello cuento, que dice así:

“El rey recibió como obsequio dos crías de halcón y las entregó al maestro de cetrería para que las entrenara. Pasados unos meses, el instructor comunicó al rey que uno de los halcones estaba perfectamente educado, pero que al otro no sabía lo que le sucedía: no se había movido de la rama desde el día de su llegada a palacio, a tal punto que había que llevarle alimento hasta allí. El rey mandó llamar a curanderos y sanadores de todo tipo, pero nadie pudo hacer volar al ave. Encargó entonces la misión a miembros de la Corte, pero nada sucedió. Por la ventana de sus habitaciones, el monarca podía ver que el ave continuaba inmóvil. Publicó por fin un edicto entre sus súbditos y, a la mañana siguiente vio al halcón volando en los jardines.

—‘Traedme al autor de ese milagro’ —dijo.
Enseguida le presentaron a un campesino.

—‘¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago acaso?’
Entre feliz e intimidado, el hombrecito solo le explicó:

—‘No fue difícil Su Alteza, solo corté la rama en la que siempre se posaba. El pájaro se dio cuenta de que tenía alas y, simplemente, voló.”


Sí. Tenemos alas. El problema es que muchas veces no nos lo creemos, aunque es evidente que ahí están. Y a veces la vida “nos corta las ramas” para que nos demos cuenta precisamente de eso, de que tenemos alas que aún no hemos desplegado y, en definitiva, que podemos hacer más de lo que imaginábamos.”

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