«El cielo ideal de las Humanidades, está en la realidad
lleno de nubarrones violentos. Basta abrir los periódicos o escuchar las
noticias. Y esa oscuridad nos lleva a pensar si esa prodigiosa invención de las
“humanidades” no se nos ha deteriorado y si, a pesar de los indudables
progresos reales, el género humano no ha logrado superar la ignorancia y su
inevitable compañía, la violencia, la crueldad. El “género humano”, esa
trivializada expresión, convertida en “desgénero humano”, en una degeneración».
Emilio Lledó. Fragmento del Discurso de recogida del
premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2015.
La sociedad alcanza hoy niveles de sofisticación impensables
hace solo unas décadas. Internet es un buen exponente de ello. Sin duda ha
mejorado muchos aspectos cotidianos, como las comunicaciones o el acceso a la
información. A cambio, nuestra vida se ha llenado de spam, virus informáticos,
incompatibilidades de formato… Al igual que en la informática, la sofisticación
del sistema educativo ha traído consigo muchos elementos superfluos, que en
demasiadas ocasiones atraen la atención del docente, desviándola de lo que
debería ser lo principal.
¿Y qué es lo principal? El simple hecho de formular
esta pregunta es un buen indicador de lo difícil que resulta identificarlo
entre tanto elemento «accesorio». El dramaturgo Peter Brook, en su libro El
espacio vacío (1968), se planteó la misma cuestión referida al teatro.
Para buscar la respuesta realizó un sencillo ejercicio consistente en eliminar
todo lo que no era esencial para su arte. «Podemos deshacernos del telón, de
los focos, del vestuario… y sigue siendo teatro», afirmaba Brook. Incluso se
podría suprimir el guion o la dirección artística, y no dejaría de ser teatro.
Lo único de lo que no podemos prescindir es de un actor, en un espacio y ante
un público.
Si trasladamos este mismo ejercicio a la escuela obtendríamos
un resultado muy parecido. Para poder hablar de educación solo es preciso
contar con las personas que aprenden y, en su caso, que enseñan.
La relación
humana es lo principal, la esencia de cualquier acto educativo. Si esto falla,
todo lo demás (recursos didácticos, programaciones, informes, etc.) también
fallará.
Decía Gabriel García Márquez que una persona solo tiene
derecho a mirar a otra desde arriba cuando le está ayudando a levantarse.
Hay ciertas profesiones, como la docencia, que precisan
grandes dosis de humanidad entre quienes las ejercen. Son ocupaciones
difíciles, como las que desempeñan médicos, policías, trabajadores sociales… y
lo son porque su materia prima es el organismo más emocionalmente complejo del
universo:
El ser humano
Trabajar para otras personas que te necesitan requiere
cualidades especiales, como la empatía o la compasión. Estoy convencido de que
todos los que, en un momento dado, elegimos una de estas profesiones teníamos
esas cualidades. Sin embargo, también he podido comprobar que las condiciones
laborales, el paso de los años o algunas circunstancias vitales pueden
deshumanizar a estos profesionales.
José Iribas comparte
en su blog un
cuento que, junto con el consejo del gran Gabo, ayudan a no perder de vista la
esencia humana del oficio de educar. Es la historia de un hombre que, paseando
por la playa, topó con un niño que lanzaba frenéticamente estrellas de mar al
agua. Había cientos en la arena. El oleaje las sacaba y el chico pretendía
evitar que murieran devolviéndolas al mar.
Aquel hombre, después de averiguar el propósito de la tarea,
quiso aliviar la conciencia del pequeño.
Le explicó que se trataba de un proceso
natural. Sucedía en muchas playas de todo el mundo. «¿No te das cuenta de que
no puedes salvar a todas las estrellas?, ¿no estás haciendo algo que no tiene
sentido?», le preguntó para hacerle pensar en lo inútil de su misión. El chico
cogió otra estrella, la miró y respondió: «Para esta sí tiene sentido»; y la
devolvió al mar con todas sus fuerzas.