Cómplice del
destino o, tal vez, enemigo irreconciliable, el tiempo nos muestra que la
naturaleza humana tiene un designio fatal: perecer. Perecer en el tiempo y a
través del tiempo, pero no con él. No con él que no responde a nuestros
parámetros. No con él que nos transciende, que nos gobierna, hasta agotarnos.
Desde un tiempo sin tiempo,
el tiempo amenaza con ser agujero negro de la existencia: y resulta sospechoso
adivinar que en la edad biológica se plasma su acecho, ese del que jamás nos
veremos libres hasta que el cuerpo mismo se convierta en ultimátum del tiempo.
Nacemos en el seno del tiempo. Y nos hacemos a través del tiempo, transcurrimos
en él, hasta escurrirnos en él… y perecer.
Tal vez porque no nos es develado su secreto
estamos destinados a querer descifrarlo. A querer ser como el tiempo sabiendo
existente un reloj biológico que da por tierra instantáneamente con semejante
superchería. Temerarios por naturaleza, pretendemos violar las leyes del
tiempo, desafiarlo. No sólo persistir a través de él en una sucesión indefinida
de unidades temporales (eternidad creo que la llaman) proyectando una falsa
juventud hacia un futuro impreciso, viviendo más años de los que el cuerpo
soporta a cuestas, sino además viajar en el tiempo retrocediendo y avanzando
según le plazca al chofer, infringir los paradigmas que conectan tiempo y
espacio acortando la ruta que comunica dos lugares, o estando en
ambos sitios a un solo tiempo. Esto y más se nos antojaría pese a que, no hace
falta mencionarlo, es todo en vano.
El cuerpo es un dibujo que va
trazando el tiempo a lo largo de los años y que nos identifica. Si el tiempo se
materializa en nosotros de alguna manera, creo que no es otra sino a través del
cuerpo. Cuerpos que cambian con el tiempo que los gobierna y que inútilmente
intentamos disfrazar gracias a los avances tecnológicos de la cirugía plástica
y la cosmética. Es que el tiempo nos oxida.
¿Coquetería? A veces, sí… y
preferiblemente sí, porque si algo le está vedado a nuestro libre albedrío es
escaparle al tiempo, esquivarlo, vencerlo. Aún así, la realidad es tiempo y el
tiempo se nos esfuma.
Para empezar, el mito. Qué
mejor, cuando de tiempo se trata, que comenzar por esa instancia de límites
difusos, de principios inciertos, borrosos y oscuros como es el mito.
Ese
relato de nadie y de todos, como el tiempo, es a la vez que el tiempo algo
existente desde el principio (o, al menos, algo que podría tomarse como dado).
Y, como el tiempo, el mito también tiene algo de misterioso. No es menester que
la analogía respalde mi alusión al mito, pero sí, a lo mejor, nuestro propio
recorrido a través de los pedregosos senderos del tiempo.
Desde que habitamos el tiempo (es decir, desde un
primerísimo principio) estamos condenados a elegir. Elegir implica una fuga, un
salto en el camino de ramas que se bifurcan. Somos algo, porque no somos otra
cosa. Optar: esta es la máxima, una emperatriz cruel en la linealidad del
tiempo. Nos está vedado hacer dos cosas a la vez, que coexistan p y ~p en un
mismo segundo es siempre imposible.
Tomar decisiones, descartar, recorrer una
sola de las ramificaciones en las encrucijadas
donde el tiempo se escinde.
Los nórdicos supieron plasmar nuestra condena temporal en la sencilla pero
mística figura de un árbol: el fresno Yggdrasill.
Según el mito, este árbol no sólo conecta todas
las cosas y todos los mundos, sino que a sus pies se encuentran el Pasado, el
Presente y el Futuro. Sus ramas, que se extienden a través de todos los países
y de todos los tiempos, representan, cada una de ellas, una elección. Es decir,
eso que está ausente en nosotros porque estamos obligados a optar
Es gracias a la literatura
que podemos degustar un tiempo gourmet. Ella sabe meter el tiempo en la
licuadora y procesarlo a varias velocidades caprichosamente. La hoja es el
tiempo del cuento. La hoja reúne, aglomera, aquello que nuestro tiempo no nos
dejaría concebir paralelamente.
Es posible infringir los límites, desdoblarnos,
hacer un collage de presente y pasado en un plano único, gracias a la hoja que
permite insertar dos momentos en un mismo lugar, hacer de dos tiempos uno solo
y acomodarlos en un torbellino para nada lineal, para nada real… si es que
nuestra realidad es tiempo.
He aquí nuestra anhelada
revancha: sudor de tinta sobre la hoja desierta.
Tal vez el tiempo sea tiempo porque, en nuestra
enferma necesidad de ponerle a todo un nombre, la eternidad hubo de ser
nombrada y la llamamos «tiempo». Tal vez, por esa sed de significantes, tuvo
que hacerse palabra para poder ser desafiado verbalmente. Tal vez porque no
podemos ser eternos en la vida, en esta agónica batalla contra los límites de
nuestra biología sólo podemos alcanzar el botín de eternidad a través de la
literatura y, quizá, la mitología. Y tal vez, y sólo tal vez, en esta breve
victoria literaria la palabra tenga algo que ver en el asunto.
(Ahora, qué
paradoja que sea algo breve, en cuanto finito, lo que nos haga eternos).