Dice Aristóteles en su imponente Metafísica que
la admiración y el reconocimiento de la propia ignorancia es lo que mueve a los
seres humanos a filosofar, pues el hombre siente por naturaleza afán de saber.
Una idea la de Aristóteles que retoma Kant cuando, en el Colofón de
su Crítica de la razón práctica, señala la creciente
admiración que le produce la reflexión sobre dos cosas: "el cielo
estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí". Y ya en el siglo XX
sería el propio Wittgenstein quien evocara este pensamiento al señalar, en su Conferencia
sobre ética, el asombro que le produce la existencia del mundo.
El asombro del que habla Wittgenstein
bien puede ser entendido como admiración, mas no siempre estos dos términos
significan exactamente lo mismo, ya que pudiera darse el caso de que algo nos
produjera asombro pero ninguna admiración. Es lo que ocurre con el asombro que
nos produce algo inesperado, no digamos ya si aquello que nos causa el asombro
nos lo infunde precisamente porque, de tan ridículo, genera sorpresa el que
haya sucedido. Tal asombro es el que siente la intelectualidad más sofisticada
que no alcanza a comprender cómo es posible que haya más de un millón de
personas que pasan cada tarde delante del televisor viendo Sálvame,
o el asombro que sienten todos aquellos a los que no les gusta el fútbol, para
quienes resulta incomprensible que cada fin de semana millones de personas
estén pendientes, como si les fuera la vida en ello, de lo que hacen unos tipos
corriendo en pantalón corto detrás de una pelota. Se trataría en ambos casos,
desde su punto de vista, de algo asombroso pero nada admirable.
Y un asombro de esta clase es el que,
me imagino, habrán experimentado los biempensantes del mundo de las letras al
enterarse de que Bob Dylan, un cantautor, haya sido galardonado nada menos que
con el premio Nobel de Literatura. Asombro, que no admiración, que llevó a
Jesús Badenes, director general de Planeta, en la presentación del célebre
premio del mismo nombre, a afirmar hace unos días que el galardón de la
Academia Sueca está "desvirtuado" y que, por eso mismo, les
corresponde a ellos, los de Planeta, "liderar los premios
literarios". Mas a mí me resulta digno de admiración y asombro, en el
sentido en que emplean los términos Aristóteles, Kant y Wittgenstein, que se le
haya otorgado el Nobel a Bob Dylan, reconociendo así la condición de poeta al
autor de letras de canciones tan emblemáticas como Blowin' in the Wind o The
Times They Are a' Changin. Y por ello mismo no salgo de mi asombro, que no
admiración, ante las declaraciones de quienes se proclaman veladores de las
esencias de la gran literatura y no saben, o no quieren, reconocer a una figura
literaria de primer nivel.
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