En cuanto a la prudencia, puede formarse de ella una idea,
considerando cuáles son los hombres a quienes se honra con el título de
prudentes.
El rasgo distintivo del hombre prudente es al parecer el ser
capaz de deliberar y de juzgar de una manera conveniente sobre las cosas que
pueden ser buenas y útiles para él, no bajo conceptos particulares, como la
salud y el vigor del cuerpo, sino las que deben contribuir en general a su
virtud y a su felicidad. La prueba es que decimos que son prudentes en tal negocio
dado, cuando han calculado bien para conseguir un objeto honroso, y siempre con
relación a cosas que no dependen del arte que acabamos de definir.
Y así puede decirse en una sola palabra, que el hombre
prudente es en general el que sabe deliberar bien. Nadie delibera sobre las
cosas que no pueden ser distintas de como son, ni sobre las cosas que el hombre
no puede hacer. Por consiguiente, si la ciencia es susceptible de demostración,
y si la demostración no se aplica a cosas cuyos principios puedan ser de otra
manera de como son, pudiendo ser todas las cosas de que aquí se trata también
distintas, y no siendo posible la deliberación sobre cosas cuya existencia sea
necesaria, se sigue do aquí que la prudencia no pertenece ni a la ciencia ni al
arte.
No pertenece a la ciencia, porque la cosa que es objeto de
la acción puede ser distinta de lo que ella es. No pertenece al arte, porque el
género a que pertenece la producción de las cosas es diferente de aquel a que
pertenece la acción propiamente dicha. Resta, pues, que la prudencia sea una
facultad que, descubriendo lo verdadero, obre con el auxilio de la razón en
todas las cosas que son buenas o malas para el hombre; porque el objeto de la
producción es siempre diferente de la cosa producida; y, por lo contrario, el
objeto de la acción es siempre la acción misma, puesto que el fin que ella se
propone puede ser únicamente el obrar bien.
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