sábado, 16 de marzo de 2019

Confines De La Estupidez

Ser imbécil es tendencia. Tanto que se ha convertido en un modelo de negocio y cada tertulia televisiva convoca a su propio imbécil para que el respetable pueda disfrutar del espectáculo.

Vivimos una época en la que los idiotas se han convertido en una suerte de agujeros negros; en cuanto aparece uno, ya sea en medios o en redes sociales, la atención empieza a girar a su alrededor hasta que se lo terminan tragando todo. A este horizonte de sucesos podríamos llamarle el “horizonte de idiotez”, ese punto a partir del cual ya no escapa la “luz”, entendida esta como la más mínima manifestación de inteligencia. Y este ejército de idiotas consume una gran cantidad de recursos.

Si calculáramos el tiempo que dedicamos a los imbéciles en términos de PIB nos encontraríamos con un sector tan importante como el turismo. Y si lo hiciéramos en términos de producción eléctrica, con la energía que empleamos en discutir con los idiotas se podrían iluminar varias ciudades.

Con la energía que empleamos en discutir con los idiotas se podrían iluminar varias ciudades
Decía Albert Einstein que hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y que de lo primero no estaba muy seguro. Lo bonito de la imbecilidad contemporánea es que en muchos casos es elegida y voluntaria. 

Porque no es lo mismo estar equivocado – todos lo estamos varias veces al día – que ser idiota. Ni es lo mismo ser idiota por accidente que serlo por vocación. El idiota de moda es un idiota convencido de que decir idioteces le hace parecer inteligente. Parece contradictorio, pero es que la disonancia es el pienso del que se alimenta su cerebro. Da igual que todas las pruebas vayan en su contra, al contrario, cuanto más evidente sea su disparate mayor será su enroque en la imbecilidad y su goce interno. 

Hace unas semanas, por ejemplo, decenas de supremacistas blancos se sometían a pruebas genéticas para descubrir, incrédulos, que una buena parte de sus ancestros eran africanos. La respuesta, la típica: primero la negación y después la convicción de que hay una conspiración de genetistas contra la verdad oculta de su pureza.

Porque todo imbécil alberga, además, un conspiranoico. Para él es más fácil de aceptar que el 98 por ciento de los seres humanos conducen en dirección contraria que pensar que él es el kamikaze. Las contradicciones son solo un adorno más, otro molesto conductor que te llevas por delante. En 2015, el líder conservador estadounidense Tony Perkins atribuyó las inundaciones en Bahamas a un castigo de dios “por el aborto y el matrimonio homosexual”. Solo un año después él mismo perdió su casa en las inundaciones de Louisiana sin que esta vez el hecho le pareciera una “señal”. 

Algo parecido le sucedió recientemente al periodista ultraconservador Rush Limbaugh, quien acusó a los medios de comunicación de estar inventándose las noticias del huracán Irma para asustar con el cambio climático, horas antes de tener que evacuar su casa en Palm Beach por el temporal.


Pero no pasa nada, porque en la cabeza del idiota todo encaja, y cuando no encaja se reordena para volver a adquirir sentido. 

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