La razón y la emoción, por separado, se convierten en
procesos que pueden perjudicar nuestro futuro por medio de decisiones
desacertadas. Somos capaces de valorar una decisión, a pesar de su
racionalidad, como inadecuada (“matar a uno para salvar a
muchos”). También somos capaces de advertir decisiones inadecuadas por lo
exagerado de las razones que las motivan (“no viajar por el miedo a volar”).
En
definitiva, nos valemos de un equilibrio entre lo racional y lo emocional para
decidir de manera correcta, proceso éste que se ha ido conformando gracias a
nuestra experiencia vital.
¿Qué es una decisión acertada?
En principio la respuesta parece fácil: es aquélla
que mayor beneficio nos aporta. Pero esta cuestión no siempre está clara.
Cuando nos enamoramos las emociones toman el mando y dirigen nuestras
decisiones, y una vez que hemos salido de este estado de ensimismamiento nos
preguntamos cómo es posible que actuáramos así, sin tener en cuenta más
opciones que las que dicta el corazón, incluso desatendiendo los consejos de
personas que apreciamos y tenemos en alta estima.
Frases populares como “el amor es ciego” nos advierten
del poder que las emociones tienen sobre estas cuestiones, pero no ha sido
hasta fechas recientes que la emoción se ha considerado un elemento
determinante en los procesos racionales.
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