De acuerdo con Hans Ulrich Gumbrecht (2009), lo que es o
está «presente», en su más simple acepción, es lo que «tenemos delante y
podemos ver» (praeessere), esto es, lo que es tangible, corporalmente incluso.
Producir (producere) la presencia es «llevar hacia delante», «empujar hacia
delante», algo así como hacer nacer, llevar, crear, hacer aparecer algo:
producir la presencia o tornar visible algo en el mundo.
Pero la presencia no es una categoría únicamente referida al
espacio, sino al tiempo. Existe la posibilidad de cierta «tangibilidad» en el
orden temporal: podemos hacernos presentes en nuestro propio tiempo, en la
generación de la que formamos parte y en la que estamos, inevitablemente,
adscritos.
Estar presente en algo es, dicho lo más sucintamente posible,
prestar atención; estar atentos a lo que nos pasa (Stiegler, 2008; Stiegler,
2010).
La tentativa de recuperación (filosófica) de una cultura
pedagógica de la presencia puede entenderse como un ejercicio de crítica de la
metafísica occidental, entendida en su sentido más literal de la palabra: lo
que está más allá de lo meramente físico. Este es el sentido de la metafísica
que Gumbrecht apunta como primordial. En el campo de las humanidades, el
impulso metafísico supone un gesto intelectual que trata siempre de ir más allá
de lo que se considera como mera superficie física, como si lo que importase de
verdad fuese el significado que siempre está del lado de lo profundo, de lo
oculto o de cierta esencialidad.
Con ese gesto, contribuimos a desmaterializar el mundo. El
enfoque de este texto es el específico de una filosofía de la educación. Como
campo de estudio, la filosofía de la educación forma parte de las humanidades.
Parte de la tesis de este texto es que si hay un rasgo que caracteriza la autocomprensión
de las humanidades, como campo de saber, es la convicción, históricamente
constatable, de que su tarea primordial, si no exclusiva, es atribuir
significado a los fenómenos que analiza. Esta vocación comienza, probablemente,
con la modernidad, al mismo tiempo que el cogito cartesiano se reproduce en
diferentes dicotomías –espíritu/materia, mente/cuerpo, profundidad, superficie,
significado/significante– en las cuales el primer polo del par es concebido
como jerárquicamente superior al segundo.
La consecuencia de este privilegio de la parte más
espiritual (e inmaterial) de la dicotomía es una escisión categorial entre el
ser y la apariencia, volviendo imposible la afirmación de que en la esfera de
los asuntos humanos ser y aparecer coinciden; o dicho en los términos de
Gumbrecht: una desmaterialización del mundo provocada por una radical
separación entre el concepto y el acontecimiento, que es lo que excita y
violenta siempre el pensamiento.
Existe, pues, una «hipertrofia hermenéutica»,
un exceso de búsqueda de significación en el terreno de las humanidades –y un
pensamiento filosófico de la educación no se escapa a sus efectos– que
impediría una «cultura de la presencia» (Gumbrecht, 2010, 9). Lo que Gumbrecht
propone pensar –y en este texto se asume como central para la pedagogía, su
estudio, su investigación y enseñanza, y para el aprender– es lo más parecido a
algo que George Steiner dijo en Presencias reales, cuando imaginaba una
sociedad de encuentros primarios con la cultura y sus variadas producciones:
«Un modo de educación, una definición de valores desprovista, en la mayor
medida posible, de “metatextos”.
Una ciudad para pintores, poetas,
compositores, coreógrafos, no para críticos de arte, literatura, música o
ballet, estén en la plaza pública o en la Academia» (Steiner, 1989, 19).
En nuestro caso: una ciudad de aprendices capaces de estar
atentos, de hacerse presentes tanto en su conocer como en su ignorancia.