Según el conocido dicho popular “por sus actos los
conoceréis” cabría concluir que lo que determina la naturaleza profunda
de un individuo es su conducta, lo que hace o deja de hacer en las situaciones
comprometidas.
Pero no nos dejemos llevar por la tentación del análisis
fácil. Profundicemos un poco más.
Cada uno de nosotros posee unas creencias, unos deseos, unas
aspiraciones y una ética. Llamemos a ese conjunto “personalidad verdadera”.
Sabemos, sin embargo, que no siempre se manifiesta en
nuestra conducta esa personalidad profunda que identificamos con nuestra
verdadera esencia. ¿Por qué?
La razón es que el entorno actúa sobre nosotros como una
especie de frontón que nos devuelve la pelota en función de cómo la lancemos.
Antes de decir en voz alta lo que pensamos o actuar como desearíamos, tenemos
que imaginar cómo reaccionará el entorno y en base a esa conjetura, realizar el
cálculo del costo que tendrán nuestras acciones.
Lo habitual es expresarse y actuar según el
criterio del máximo beneficio en función del entorno y a ese estilo de
comportamiento podríamos llamarlo “personalidad optimizada en función del
entorno”.
Así, si estuviéramos en un país donde se lapidan a las
mujeres adulteras, nos cuidaríamos de exponer públicamente nuestra opinión al
respecto y si hubiésemos vivido en la Alemania nazi, evitaríamos ayudar a
cualquiera que fuese judío, aunque nuestros deseos fueran otros.
Así que, según lo que antecede, habría que suponer que
tenemos una personalidad profunda, con la que nos sentimos identificados y otra
personalidad externa, que fluctúa y se adapta al entorno. La personalidad
externa actuaría como un filtro corrector para las manifestaciones de la personalidad
profunda, a fin de optimizar su comportamiento básico.
El gran hombre, ese que trasciende a los libros de historia
y que deja su huella en el mundo, se caracteriza por regirse siempre por su
personalidad profunda y no dejarse intimidar por el entorno. Por el contrario,
el sujeto insignificante, se caracteriza por amoldarse rápida y descaradamente
a cada situación, cambiando continuamente de discurso y de comportamiento, en
función de lo que más le conviene en cada caso.
La pregunta que ahora nos hacemos es: ¿Cuál estrategia es
mejor? ¿En qué se diferencia el gran hombre del apenas hombrecito?
La diferencia fundamental está en la eficiencia
computacional de la mente del gran hombre,
capaz de imponer su personalidad
interior al entorno, sin tener que pagar un alto costo por ello
.
El gran hombre es capaz de transformar el entorno para
adaptarlo a su forma de pensar y de actuar, tal como han demostrado los grandes
líderes sociales, mientras que el hombrecito no dispone de recursos mentales y
se ve obligado a adaptarse al entorno para paliar y compensar la ineficiencia
computacional de su entramado sináptico.
Pero en el fondo, casi todos somos grandes hombres y no
tenemos por qué recriminarnos cuando nos comportarnos como hombrecitos en
algunas ocasiones críticas, pues ya pagamos por ello un alto precio en
vergüenza y oprobio.