Hasta no hace tanto, muchos de nosotros fuimos aquello que
pudimos o que otros nos dejaron ser. Sin embargo, con el tiempo, el corazón se
enciende y la mirada se vuelve valiente. Atrás quedaron los miedos, porque hoy, por fin,
somos todo lo que queremos, sin restricciones ni reservas y sin
miedo al qué dirán.
Lograrlo no siempre es fácil, es resultado de un viaje para
el que no siempre compramos los billetes correctos. La realización personal no
llega con los años, como lo hacen las primeras canas o las primeras arrugas. Alcanzar la plenitud y esa
sensación de bienestar y de equilibrio interno no es algo normativo,
ni tampoco un programa que podamos instalar en nuestro cerebro como
quien se descarga una aplicación nueva en su teléfono móvil.
“La felicidad es cuando lo que piensas, haces y dices
está en armonía”
-Ghandi
Por otro lado, hay algo curioso en todo esto. Cuando en
ocasiones pasamos por delante de una cafetería y escuchamos al vuelo alguna que
otra conversación, hay una frase que casi siempre se repite. Es como un leitmotiv, como
un especie de lamento o casi como una invocación: “Yo lo único que quiero
es ser feliz”.
En esta frase se contiene cierta gota de desesperación y una
tonelada de anhelos. Es como si muchos de nosotros sintiéramos una especie de
“despersonalización”, como si estuviéramos enfrascados en una realidad en la
que no nos identificamos, que no nos pertenece porque sencillamente, no nos
confiere una felicidad real.
Te proponemos reflexionar sobre ello, te invitamos a hacer
cambios para construir una nueva realidad más satisfactoria.
Lo que era ayer y lo que soy en este momento
Hay quien se enorgullece cual
regio titán de no haber cambiado nunca. De mantener siempre un
mismo estilo de pensamiento, unas mismas actitudes y unas mismas esencias.
Hemos de tener cuidado con este tipo de personalidades porque el ser humano, lo queramos o
no, está obligado a avanzar como persona, a crecer, a ser flexible y a
adaptarse a esta compleja realidad para construir una felicidad más
íntegra, real y satisfactoria.
Ahora bien, la felicidad no debería ser una meta sino una
consecuencia, un subproducto de cada una de las acciones que hacemos al cabo
del día, esas por las que merece la pena vivir.
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