“No es la diversidad de opiniones (lo que no puede
evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente
(que podría ser permitida) lo que ha producido todos los conflictos y guerras
que ha habido en el Cristianismo a causa de la religión.
"La cabeza y los jefes
de la Iglesia, movidos por la avaricia y el deseo insaciable de dominar a
todos, utilizando la ambición sin límites de las autoridades políticas y la
crédula superstición de multitudes atolondradas, han levantado, en contra de lo
que dice el Evangelio y la caridad, a las autoridades y a las masas en contra
de los que tienen ideas diferentes en religión, predicando que los cismáticos y
los herejes deben ser expoliados de sus posesiones y destruidos. Y así han
mezclado y confundido dos cosas que son en sí mismas completamente diferentes"
la Iglesia y el Estado.” J. LOCKE, Carta sobre la tolerancia
El momento histórico del texto es 1689, pues entre ese año y
el siguiente John Locke escribió una serie de cartas en las que expone sus
ideas políticas. En esos años ocurrieron en Inglaterra dos hechos decisivos: la
Revolución Gloriosa de 1688, que supone el triunfo del parlamentarismo y de la
limitación del poder del monarca, y la Declaración de Derechos Británica, de
1689, que recoge en buena medida las ideas del liberalismo político, movimiento
del que Locke es fundador y del que este texto es exponente. En cuanto al tema
del texto, es la tolerancia entre diferentes opiniones religiosas, que debería
ser garantizada por un Estado separado de la Iglesia para conseguir refrenar la
causa más frecuente de las guerras, que es la voluntad de dominio de una
opinión sobre las demás.
Es una defensa de la libertad religiosa y la
separación entre Estado e Iglesia, por tanto, aunque Locke limitara esa
libertad a los diferentes grupos protestantes. Las ideas del texto son las
básicas del liberalismo político, movimiento que debe mucho a la Inglaterra de
finales del XVII y a John Locke, cuyas ideas supusieron, en el terreno de la
política, la expresión del individualismo moderno que venía siendo desde
Descartes el punto de vista central de la Filosofía moderna.
Como vemos en el
texto, para Locke es fundamental en religión, así como en la política,
preservar la libertad de opinión, pues más daño hace a la Iglesia la
intolerancia hacia opiniones diferentes de la ortodoxia que la tolerancia de
estas opiniones. Según el autor, es la ambición de poderes terrenales y la
distorsión del mensaje evangélico lo que ha llevado a los jefes de la Iglesia a
desencadenar guerras y conflictos dentro del Cristianismo, que para Locke
debería parecerse más a una comunidad de creyentes con diversas opiniones que
se respetan entre sí que a un bloque unido en torno a una ficticia unanimidad
en la ortodoxia.
El Cristianismo, del que Locke siempre se consideró parte integrante,
debería desprenderse de su desconfianza ante la discrepancia, porque
precisamente en la diversidad puede asentar su fuerza, si la trata desde la
tolerancia. Por eso la Iglesia debería separarse siempre de los diferentes
Estados, meras instituciones políticas que buscan otros fines.
En la línea del
empirismo nominalista de Ockham, el padre del liberalismo político basa su
defensa de la separación del Estado y la Iglesia en la pretensión de recuperar
la pureza espiritual de la institución cristiana, y en la idea de que Fe y
Razón se basan en campos que nada tienen en común, y que por tanto deben
respetarse entre sí. El empirismo de los nominalistas del siglo XIV encuentra
su continuidad en los empiristas británicos del XVII y XVIII, que profundizan
en su rechazo de las entidades universales, y en la aconfesionalidad del Estado
moderno.
Pero el matiz de Locke está en defender los derechos individuales, en
particular el derecho de todo individuo a creer en el Dios cristiano de una
manera diferente al resto de la comunidad, según vemos en el texto, sin peligro
de que se le expolie de sus propiedades, o de que se le persiga.
Para el
pensamiento liberal, del que este fragmento es buen ejemplo, el individuo debe
tener alrededor de sí una zona sagrada de derechos en la que ninguna
institución supraindividual (Estado o Iglesia, y mucho menos ambos unidos)
pueda interferir sin causa justificada. Aquí vemos que la libertad de
pensamiento cae dentro de esos derechos intocables.
La reivindicación del
sujeto que inició la Modernidad con Descartes adopta ahora la forma de un
sujeto receloso de lo estatal o comunitario, y de esa manera va naciendo en
Europa el liberalismo y la defensa de unos derechos humanos individuales, que
se plasmarán en la Declaración de Derechos británica de 1689, y un siglo más
tarde de manera más violenta durante la Revolución Francesa
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