La historia de Diógenes de
Sinope: el filósofo griego que vivía en la indigencia
Residía en una tinaja, comía junto a los perros y hacía
todas sus necesidades en público. Hoy en día, “el síndrome de Diógenes» designa
un trastorno del comportamiento que se caracteriza por el total abandono
personal y por la acumulación de grandes cantidades de basura y desperdicios
domésticos”
Antes de partir a la conquista de Asia, Alejandro
Magno se detuvo en Corinto y
pidió conocer «al filósofo que vivía con los perros», o al menos eso cuenta una
leyenda de larga tradición. El joven macedonio quedó asombrado con Diógenes de Sinope, pues no se parecía
a ningún sabio que el joven macedonio, educado por Aristóteles, hubiera conocido o imaginado
nunca: dormía en una tinaja y se rodeaba las veinticuatro horas del día por una
jauría de perros. Alejandro entabló conversación con el entonces anciano y,
horrorizado por las condiciones en las que vivía, le preguntó si podía hacer
algo para mejorar su situación. «Sí, apartarte, que me estás tapando el Sol»,
contestó el filósofo de malas maneras al que era ya el dueño de Grecia. No en vano, según
la leyenda, el macedonio no solo aceptó el desplante sin enfadarse, sino que le
mostró su máxima admiración: «De no ser Alejandro, yo habría deseado ser
Diógenes».
Perteneciente a la escuela cínica, que consideraba que la
civilización y su forma de vida era un mal en sí mismo, Diógenes de Sinope
llevó hasta el extremo las ideas del fundador de esta filosofía, Antístenes. Lejos de lo que hoy se entiende por
cinismo (tendencia a no creer en
la sinceridad o bondad humana y a expresar esta actitud mediante la ironía y el
sarcasmo), las ideas de Antístenes
buscaban alcanzar la felicidad deshaciéndose de todo lo superfluo. Así, este
discípulo directo de Sócrates se retiró a las afueras de Atenas para vivir bajo
sus propias leyes, sin obedecer a las convenciones sociales. No obstante, fue
su aventajado discípulo, Diógenes, quien hizo célebre su obra a través de la
indigencia más absoluta
Poco se sabe sobre la infancia de Diógenes, nacido en la colonia griega de Sínope (en la actual Turquía) en el 412 a. C,
salvo que era hijo de un banquero llamado Hicesias. Ambos
se dedicaban a fabricar monedas falsas, algunos historiadores han sostenido
que con fines políticos y no por lucro personal, hasta que fueron desterrados
por esta causa a Atenas. Los arqueólogos, de hecho, han podido corroborar el
episodio a través del gran número
de monedas falsificadas con la firma de Hicesias, el oficial que las acuñó,
encontradas en el lugar de nacimiento del filósofo.
Vestido solo con una humilde y roída capa
Decepcionado por la superficialidad de los atenieses y sus
rigores sociales, el joven filósofo conoció a Antístenes –un discípulo de
Sócrates que, según Platón, estaba presente durante su suicidio–. Diógenes tomó
al pie de la letra las enseñanzas de su maestro, entregándose a una vida de
extrema austeridad con la
pretensión de poner en evidencia la vanidad y artificiosidad de la conducta
humana.
Así estableció su vivienda en una tinaja, que solo abandonaba para
dormir en los pórticos de los templos, se vistió con una humilde capa y comenzó
a caminar descalzo sin importarle la estación del año. Sin embargo, según
cuenta el mito sobre su vida, para el griego nada
era lo suficientemente humilde y siempre encontraba nuevas formas de reducir su
dependencia por lo material. En una ocasión, vio como un niño bebía agua
con las manos en una fuente: «Este muchacho –dijo– me ha enseñado que todavía
tengo cosas superfluas», y tiró su escudilla (un recipiente semiesférico usado
para trasladar líquidos). También se despojó de su plato al ver que a otro
niño, al rompérsele el suyo, puso
las lentejas que comía en la concavidad de un trozo de pan.
La actitud de Diógenes, no en vano, podía pasar en ocasiones
por la de un provocador obsceno o la de un elemento subversivo. Además de hacer
sus necesidades a la vista pública, como prueba de que ninguna actividad humana
es tan vergonzosa como para requerir privacidad, se masturbó en el Ágora, la
principal y más transitada plaza de Atenas, sin más explicación que « ¡Ojalá, frotándome el vientre, el hambre
se extinguiera de una manera tan dócil!». Y, entre las numerosas anécdotas
sobre su vida, también destaca por ofensiva la actitud que padeció un adinerado
hombre que tuvo la osadía de invitarle a un banquete en su lujosa mansión con
la única prohibición de que no escupiera en su casa. Diógenes hizo unas cuantas gárgaras
para aclararse la garganta y le escupió directamente a la cara, alegando que no
había encontrado otro lugar más sucio donde desahogarse.
Sin conocerse realmente las circunstancias que le llevaron a Corinto, donde
tendría el encuentro con Alejandro Magno, la leyenda sostiene que Diógenes fue
capturado por unos piratas y vendido como esclavo cuando se dirigía a Egina (Islas Sarónicas, Grecia). Fue
comprado por un aristócrata local, Xeniades de Corinto, quien le devolvió la
libertad y le convirtió en tutor de sus dos hijos. Pasó el resto de su vida en
esta ciudad, donde de la misma forma son
fértiles las estrambóticas anécdotas sobre el comportamiento del filósofo
.
Precisamente, a cuenta de su muerte, también se han escrito
diferentes y fabuladas versiones. Según una de ellas, murió de un cólico
provocado por la ingestión de un pulpo vivo. No en vano, la más excesiva
asegura que falleció por su propia voluntad: reteniendo
la respiración hasta quedar sin vida. «Cuando me muera echadme a los perros. Ya
estoy acostumbrado», fueron sus últimas palabras. Su ocaso aconteció el mismo
año, el 323 a. C., que el gran Alejandro.
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