Por otro lado, en el mundo de la ciencia estamos
familiarizados con la existencia de lo que llamamos errores de tipo I y errores
de tipo II. Pero esta distinción no tiene por qué limitarse al mundo de la
investigación científica. En la vida cotidiana cuando realizamos juicios bajo
condiciones de incertidumbre, podemos cometer errores de esos dos tipos. Los de
tipo I son los que llamamos también falsos positivos; cuando los cometemos
creemos ver algo que no hay. Los de tipo II son falsos negativos; lo que ocurre
en esos casos es que no detectamos algo que sí ocurre o que sí existe.
Aunque esa distinción pueda parecer anecdótica, la verdad es
que puede tener consecuencias muy importantes. No es lo mismo cometer un error
de un tipo o del otro.
Si, pongamos por caso, vemos que se dirige hacia
nosotros un animal con cuernos de cierto porte, lo más probable es que salgamos
corriendo en la dirección contraria. No solo es lo más probable, también es lo
más sensato. Si luego resulta que el astado en cuestión era un manso, nuestra
deducción habría sido equivalente a un falso positivo. O sea, en ese caso habremos
cometido un error de tipo I, pero no creo que eso nos importase demasiado,
porque lo más normal es que las consecuencias del error habrían sido de orden
menor o prácticamente irrelevantes. Si, en vez de salir corriendo pensando que
se trataba de un toro bravo, nos quedamos sentados tranquilamente porque nos
parecía que era un pacífico buey que, casualmente, caminaba hacia nosotros,
podíamos haber cometido un error de fatales consecuencias. Porque podía haberse
tratado de un toro bravo. En ese caso habríamos incurrido en un error de tipo
II, un falso negativo. Creo que, llegados a este punto, está bastante claro por
qué puede tener muy diferentes consecuencias cometer un error de un tipo o
cometerlo del otro.
Los psicólogos piensan que la evolución nos ha equipado con
un sistema cognitivo que tiende a seleccionar los errores menos costosos en
aquellas disyuntivas en las que las consecuencias o costes de los errores de
juicio son asimétricos. Algunas observaciones avalan esa idea.
Cuando estimamos distancias verticales, por ejemplo,
tendemos a cometer un error muy útil. Al asomarnos a un balcón o a una ventana
y mirar hacia abajo, lo normal es que estimemos una distancia hasta el suelo
bastante mayor de la que realmente hay. Además, el sesgo aumenta cuanto mayor
es la altura desde la que miramos. Por ejemplo, una altura de 14 m nos puede
parecer que es de 21 m. Ese sesgo nos protege porque al asomarnos a la ventana
nos lo pensaremos dos veces antes de decidirnos a saltar al suelo o a la
ventana de enfrente, si fuese esa la opción que valorábamos al mirar hacia
abajo y hacer la estimación.
Otro ilustrativo ejemplo de uno de esos sesgos útiles es el
de los niños que, al contemplar un animal inmóvil, piensan que está dormido en
vez de pensar que está muerto. Los niños que, en el pasado de nuestro linaje,
pensaron que un animal, por estar quieto, estaba muerto no dejaron
descendencia, por lo que no transmitieron sus genes a las siguientes
generaciones.
Errar es humano. Es más, en muchas ocasiones, además, la tendencia
a errar de forma sistemática puede salvarnos la vida.
Más que humano, pues,
puede resultar providencial.